El Mercado de San Juan es un referente obligado de
experiencias gastronómicas. Su oferta de productos de alta calidad lo convierte
en uno de los sitios favoritos para expertos y aficionados al buen comer. También
para aquellos que, como el autor de esta crónica, les gusta revolverlo todo.
Cuando no hay nada en el refri,
hago reciclaje. Revuelvo todo. Jugo sazonador, hierbas finas, salsa BBQ, lo que
sea. He vuelto a soñar con mi abuela muerta. De ella aprendí a revolver las
cosas. Me dijo en el sueño: hace meses que no te abrazo, cabrón. Pero no quería
soltarme. Me asusté un poco. Últimamente he tenido esa clase de pesadillas. Con
la abuela muerta, el tío muerto y el abuelo que aún vive, de casi ochenta años,
que le puso el cuerno a la abuela con la vecina de enfrente. Llegaba borracho
y, aun así, le servían un buen guiso yucateco: frijol con puerco, puchero,
queso relleno, chilmole, salpimentado, pan de cazón. Después lo bañaban y al
otro día lo mismo. La mayor parte de esas comidas se aderezan con chile
habanero. Una vez robé unos chiles en la tienda de la esquina y me madrearon.
El tío me arrastró, los devolví entre promesas y humillaciones. Los domingos ponía
discos de Amanda Miguel. Éramos una familia feliz.
Los libaneses emigraron hacia
diferentes partes del país a finales del siglo XIX. En Yucatán, pronto
ejercieron su influencia en la gastronomía local, que ya había asimilado
elementos mayas y españoles. Pero los libaneses fueron más listos. Empezaron a
vender telas importadas en el mercado de Mérida e introdujeron el crédito. Se
enriquecieron en unas cuantas décadas. Empezaron vendiendo en los portales de
granos y luego establecieron tiendas departamentales. Se involucraron en la
política. Su participación en la sociedad yucateca es similar a la de los
judíos aquí. De modo que mi abuela, sin saberlo, era una chef internacional.
Sabía cómo yuxtaponer sabores, insultos, refranes y condimentos. Un poco más y
habría sido DJ. Además poseía una memoria prodigiosa, capaz de referir lo que
hacía desde que se despertaba, pormenorizadamente, hasta sus diálogos con el
carnicero, la señora de los pollos, la tendera, el afilador de cuchillos.
Mi gusto por los mercados viene
de ella, y en parte, un poco para exorcizarla, visité el Mercado de San Juan
recientemente, con una amiga que vivió en Mérida hace algún tiempo, y que un
día se arrojó de unas escaleras. No le pasó nada. Semanas después, mientras
veíamos Elegía de un viaje, de Sokurov, cociné otro de mis revoltijos,
creo que huevo con longaniza y elotes. Ahora vamos caminando por la calle
Regina mientras me cuenta que es adicta a los quesos y apenas ayer entró a un
restaurante a comer tapas, con su ex novio, y un señor se vomitó sobre la mesa.
La cambiaron de mesa y le obsequiaron una botella de vino Malbec. Pero a mí
el señor me valía madres, pedí el cambio de lugar porque había una gorda bien
peda diciendo que era la siguiente poeta mexicana del siglo XXI, y pues me dio
un chingo de asco, dice. En eso, pasa junto a nosotros una de esas chicas
que no sólo les gustan a los hombres, sino a las mujeres también, y salivamos.
El Mercado de San Juan se ubica
actualmente en las bodegas de la fábrica de cigarros El Buen Tono, que fuera
propiedad del empresario franco-mexicano Ernesto Pugibet, pionero de varios
negocios en el país. Precisamente, se ubica en la calle homónima, entre José
María Marroquí y Luis Moya, en el Centro Histórico, a cuatro cuadras de la
estación San Juan de Letrán. El tianquiztli es famoso por la amplia
variedad de productos exóticos que pueden adquirirse en sus pasillos, y porque
suele venir a él una fauna diversa, desde políticos hasta intelectuales y
artistas. También llegan a sus puestos los estudiantes de gastronomía en busca
de ingredientes francamente extraños, que dan un sabor específico a sus
platillos. Me recuerda un poco al filme de Greenaway El cocinero, el ladrón,
su esposa y su amante por el ambiente barroco, lleno de estímulos sensoriales,
y la nobleza de sus vendedores, siempre atentos a la excentricidad ajena.