Lo que se sabe de Beckett (1906–1989) es que poseía una de las miradas
más tristes del universo de las letras, que él redujo a polvo y silencios,
principalmente a raíz de su destierro de Irlanda a Francia durante los años 40
del siglo XX, época en la que empezó a escribir «las cosas que realmente
sentía» y a retratar vagabundos y hombres agónicos, deconstruyendo el lenguaje
hasta volverlo una masilla de vacío verbal. Durante mucho tiempo, el irlandés
no consiguió trabajo y Suzanne, su mujer, lo alentaba a seguir escribiendo,
pese a no encontrar editor para sus historias, ajenas a los referentes por esa
época surgidos en el territorio francés, como Alain Robbe-Grillet y el noveau-roman
o el engagement ético y político de Sartre & Compañía, tendencias
que nunca le interesaron y de las cuales se mantuvo tan lejos como le fue
posible.
Beckett atravesó una de las peores crisis europeas, de la cual
surgieron textos como Esperando a Godot, Final de partida, la
trilogía novelística de Molloy, Malone muere y El Innombrable,
piezas radicales—Cómo es, Compañía, Rumbo a peor—,
relatos, poemas y cartas dirigidas a personas que, como él, querían expresar
las angustias del hombre contemporáneo, aunque ni Beckett mismo era capaz de
darles una explicación. Sus obras reflejan miseria y jamás ofreció claves para
interpretarlas. Se dedicó a taladrar el lenguaje desde el minimalismo, las
elipsis, las reiteraciones, el monólogo interno, las carencias, el absurdo,
ejecutando una estética de lo menos y peor—«lo peor impeorable»—mediante la
cual toda criatura se veía reducida a escombros y cenizas metafísicas, sin
remedio, sin redención, sin ojos, sin boca. «Yo trabajo con impotencia e
ignorancia», decía.
Algunas anécdotas. Lucía, la hija de James Joyce, estuvo enamorada de
Beckett pero enfermó de esquizofrenia, mientras ambos escritores intercambiaban
largos e interminables silencios antes que él se marchara de Irlanda. En cierta
ocasión, lo acuchillaron y al preguntarle al agresor porqué lo había hecho,
éste respondió con un lacónico «No lo sé». Más tarde, un Beckett ya maduro
sufriría un cuadro de afasia verbal y, tras reponerse, sólo balbucearía: «cómo
decir / esto / este esto / esto de aquí / todo este esto de aquí.» La
presencia de pulsiones negativas que desembocan en un solipsismo irracional no
sólo nutren su obra, también la envenenan: «De una vez por todas. Todo. Hasta
la muerte. Ser liberado de todo. Pasar a lo siguiente. A la quimera siguiente.
Este sucio ojo de carne cerrarlo para siempre. ¿Qué lo impide? Cuidado.»
En Breath, su pieza teatral más breve, se oye un «corto y débil
lamento» de un recién nacido, al que le sigue inmediatamente la exhalación de
un moribundo, sobre un escenario repleto de «basura vertical». Rescato del
libro Encuentros con Samuel Beckett, publicado por Siruela, esta
confesión: «Siempre he tenido la impresión de que dentro de mí había un ser
asesinado. Asesinado antes de mi nacimiento. Tenía que encontrar a ese ser
asesinado. Intentar devolverle la vida… Un día fui a escuchar una conferencia
de Jung… Habló de una de sus pacientes, una chica jovencísima… Al final,
mientras la gente se iba marchando, se quedó callado. Y como hablándose a sí
mismo, asombrado por el descubrimiento que estaba haciendo, dijo:
—En el fondo no había nacido nunca.
Siempre he tenido la impresión de que yo tampoco había nacido nunca.»
En este punto del recorrido cabe formular las
preguntas obligadas sobre el ser, la vida, la muerte y la experiencia de estar
en un mundo gris, carente de objetivos claros, más allá de la reproducción
incesante, el cansancio, el dolor, las enfermedades, el clima, las estaciones y
los árboles a lo lejos. Y lo que se sabe de Beckett es que no otorga ninguna
respuesta, porque no sabe cómo formular las preguntas. En realidad, sus
preguntas están siempre royendo la cabeza de los moribundos bajo la forma de un
discurso autófago, haciéndoles compañía para no morir, para no ser abandonados
en un parpadeo. Hablan de sí mismos, se revuelcan de dolor, reptan palabra por
palabra hasta el punto final, que en ocasiones los regresa al principio. Nacer
y morir forman parte del mismo negocio, y Beckett nos deja en bancarrota
espiritual. Leerlo es sobrevivir.