La lectura de Alicia en el País de
las Maravillas nos deja claro que Lewis Carroll (1832-1898) deseaba no
haber crecido. Jaime de Ojeda señala en el prólogo de la versión de Alianza
Editorial que el escritor inglés, Alicia Liddell y las otras niñas del séquito
solían dar juntos largos viajes por el río Támesis, y nada más. Pero el
beneficio de la duda perpetúa el mito. Desde mi punto de vista, los materiales
artísticos derivados de Alicia se catalogan en dos vertientes. Una softcore,
tipo Disney, que no se adentra en temas incómodos y resuelve las cosas de forma
casi mimética, y otra hardcore, dirigida a un público maduro, donde se
reelaboran los patrones simbólicos de la obra original y se añade malicia
psicológica y depravación moral. Lo demás, si Carroll era pedófilo, si había
morbo en las fotografías que tomaba, si era desdichado, nunca lo sabremos, y
tampoco importa. Su mayor ganancia fue haberse adelantado al surrealismo, sin
Breton y los demás caballeros de las ideas absurdas, e inventarse un mundo
propio que todavía hoy rinde frutos en las fantasías ajenas. Canciones de rock
sesenteras como White Rabbit, de Jefferson Airplane, y videojuegos como
el complicado American McGee’s Alice con banda sonora de Chris Vrenna
son tan sólo dos excelentes materiales derivados del Síndrome Alicia. Súmenle
dibujos animados, novelística, música, cine, moda, artes visuales y tantas
versiones, revisiones y perversiones y ya tenemos nuestra primera colección de
niñitas traviesas.
Como cuenta la anécdota, Alice in
Wonderland nace en compañía de las hermanas Liddell (Alicia, Lorina y
Edith) un 4 de julio de 1862 con el título preeliminar de Alice's Adventures
Under Ground (Las
aventuras de Alicia bajo la Tierra). Después vino su
publicación con el nombre actual y las ilustraciones de John Tenniel, un 24 de
mayo de 1865 bajo el sello Macmillan. Más adelante, Vladimir Nabokov tradujo el
libro al ruso y es increíble que niegue la influencia de éste en Lolita,
su obra más famosa. Lolita narra la historia de Dolores Haze, una linda
y redondeada teen, medio tonta y medio astuta, que se deja seducir por
el esposo de su madre, el profesor Humbert Humbert. Aparte de escandalizar a
los estadounidenses de los años 50’s del siglo XX, Lolita también ha servido
para designar un popular género en la industria pornográfica, la lencería
adolescente, el animé japonés y otros fetiches culturales. Cuarenta años
después, en 1996, A. M. Homes publicará en Nueva York El fin de Alice,
que revisita los arquetipos femeninos del ruso y el inglés en un sorprendente
relato criminal de sangre y sexo. Un pedófilo cuenta desde la cárcel cómo mató
a su chica favorita, la impulsiva Alice Somerfield, de doce años y medio, y se
alternan sus memorias con las incursiones eróticas de una estudiante
obsesionada con un menor de edad. Antes de eso, Alicia era sólo una niña
prepúber cayendo en cascada por el agujero del conejo. A partir de El fin de
Alice, formularlo así sería un eufemismo, un modo agradable de hacerse el
idiota frente a los serial killers.
Por desgracia, los amigos imaginarios
del reverendo no eran capaces de invertir el sentido del reloj victoriano. Uno
crece, los demás crecen, la infancia se olvida, las niñas se casan y tienen
hijos. Llegó el día en que Carroll vivía de recuerdos y escribía cartas
nostálgicas a las mismas chicas que alguna vez oyeron sus improvisaciones
fantásticas. Por triste que suene, Charles L. Dodgson nunca entendió que sus
compañeras eran criaturas mutables y transitorias, no tan apasionadas como él,
ni tan excéntricas. “No creo que nunca llegara a comprender que nosotras, a las
que había conocido como niñas, pudiéramos dejar de serlo. Pasé unos días en su
compañía hace tan sólo unos pocos años, en Eastbourne, y me sentí, mientras
estaba a su lado, niña una vez más. Nunca pareció darse cuenta de que había
crecido, excepto cuando se lo recordé, y entonces sólo dijo: No importa, tú
siempre serás una niña para mí, incluso cuando tengas el cabello gris”,
señala Gertrude Chataway. Así era Carroll de insistente y dulzón. A la
distancia, percibimos que su soledad fue tan prolongada como sus misivas.
“Siempre siento una especial gratitud hacia las amigas que, como usted, me han
dado su amistad de niñas y su amistad de mujeres—le escribe a una misteriosa
dama. Nueve entre diez de mis amistades con niñas se hunde en el punto crítico
«cuando la corriente y el río confluyen», y las niñas amigas, en un tiempo tan
cariñosas, se convierten en amistades carentes de interés en las que no siento
deseos de fijar mis ojos de nuevo.”
Por cierto, la versión fílmica de Jan
Svankmajer, lanzada en 1988, rediseña los códigos simbólicos de Alicia
en el País de las Maravillas con completa libertad de espíritu, así que no
esperemos ver una simple traslación del texto victoriano al lenguaje
cinematográfico. Se trata del sueño que Svankmajer edifica en base al sueño que
Carroll edifica en base al sueño de Alicia Liddell. En pocas palabras,
presenciaremos una pesadilla en tercer grado. Muñecas feas, conejos embalsamados,
ojos fuera de órbita y animales fúnebres representan sólo un porcentaje mínimo
de las alucinaciones que veremos proyectadas, con el permiso del reverendo
Dodgson. Así que dejen el té para otro momento. Podrían indigestarse.