19.2.24

true detective: night country_atmósfera bajo cero

 

Cuarta iteración de la mítica serie creada por Nic Pizzolatto, True Detective: Night Country se ambienta en un poblado de Alaska donde un crimen de resonancias sobrenaturales nos volará la cabeza.


Esclavos cardíacos de las estrellas,

conquistamos todo el mundo antes de levantarnos de la cama,

pero despertamos y el mundo es opaco,

nos levantamos y es ajeno,

salimos de casa y es la tierra entera,

más el sistema solar y la Vía Láctea y lo Indefinido.


Fernando Pessoa como Álvaro de Campos, Tabaquería

 

True Detective: Night Country toma lugar en Ennis, Alaska, durante los últimos días de 2023, en una comunidad iñupiaq recluida en sus tradiciones, cuyo ecosistema se ha visto alterado por los efectos contaminantes de una mina al servicio de intereses financieros. Las primeras secuencias nos llevan a la estación científica Tsalal (del hebreo volverse oscuro), en la que un trágico incidente donde han desaparecido seis científicos activa una investigación policial a cargo de Liz Danvers (Jodie Foster), quien junto con Evangeline Navarro (Kali Reis) y Peter Prior (Finn Bennett) intentará esclarecer el misterio. 


La trama, cerrada sobre sí misma, alcanza sus mejores secuencias en los últimos dos episodios, ahora reducidos de ocho a seis, y maneja una elegante amalgama de suspenso, thriller policiaco y relato sobrenatural. Sirve también de respuesta en espejo a la primera temporada, con ecos al Rey Amarillo de Chambers y el horror cósmico de Lovecraft. Se observa un tratamiento muy elaborado de la imagen, el nivel de producción impresiona, las actuaciones brillan en medio del invierno glacial y los inesperados giros argumentales nos agarran del cuello. En este sentido, para sorpresa de discípulos y detractores, True Detective por fin eleva el vuelo tras dos temporadas sólo medianamente aceptables. Es evidente que Night Country se metamorfosea, entra por los ojos y explora fibras sensibles sobre asuntos como la muerte y el duelo, la crisis medioambiental, las relaciones interpersonales y la gran interrogante metafísica de lo que nos espera del otro lado. Sobre lo último, con generosidad poética nos ofrece un inframundo de fantasmas entrañables, cercanos al mundo de los vivos, que deambulan entre sueños y duermen junto a nosotros. En cuanto a referencias, homenajes y guiños, The Thing (John Carpenter, 1982), The Silence of the Lambs (Jonathan Demme, 1991) y Blue Velvet (David Lynch, 1986) componen una tríada persistente, además de las espirales atávicas que conectan con Carcosa, Rust Cohle y la familia Tuttle.


Como showrunner, Issa López dirige, coescribe y produce una entrega con personajes femeninos que no se arredran frente al despeñadero, liberadas de tabúes, insumisas y antipatriarcales. Su trazo psicológico, ceñido a un perfil reconocible al principio, gradualmente adquiere matices de sensibilidad genuina y emociones turbulentas. Que el intro incluya la sugestiva Bury a Friend permite calibrar las características de nuestro viaje: místico, sórdido y fúnebre, como un oso polar tuerto en medio de la carretera teñida de nieve. Night Country es pura atmósfera. Disponible en HBOMax.

 







13.2.24

la brujita que cruzó mi barrio marginal_tristes pixeles

  

Una waifu sobrevuela 

el Estado de México 

y aterriza en Ecatepec.  

 

En La brujita que cruzó mi barrio marginal (Trajín, 2023), Omar Ramírez yuxtapone dos universos paralelos y distantes: el real del Estado de México, con su idiosincrasia urbana, y el de Maho Shiro, una serie animada japonesa. De este crossover surge una trama divertida, a veces inverosímil, cuyos giros no siempre resultan consecuentes. Más bien el concepto creativo—una bruja llamada Larissa llega al mundo de Brayan, un adolescente que vive en Ecatepec—dota a la novela de cierta aproximación al coming of age, pero sus numerosos cliffhangers la desploman hacia el limbo de Wattpad. Es de extrañar que Ramírez, quien previamente liberó en modo gratuito el infame volumen de La rata con Thinner, no se haya atrevido a más en su primera incursión formal dentro de la narrativa. 

Como artefacto literario, la obra muestra características que, sin ser propiamente defectos, sí representan un inconveniente para una valoración estética a lo Harold Bloom, para quien una pieza literaria debe incluir tres atributos: poder cognitivo, belleza y sabiduría. Vamos por partes. Las acciones de los personajes surgen de forma automatizada, sin construcción de un perfil psicológico por el cual se perciban motivaciones nítidas. Los diálogos, llenos de modismos y albures innecesarios, podrían fácilmente pertenecer a cualquier Sensacional de traileros. Si bien el autor intenta diseñar un escenario donde colisionen ambos universos, el aura de pastiche prevalece, y esto deriva en una frágil sucesión de capítulos accidentados, grises como unidades habitacionales.


La primera novela de Ramírez esboza una serie de elementos que podrían afinarse en trabajos posteriores, como el entusiasmo por la cultura pop asiática, la recuperación del lenguaje callejero y los guiños al realismo sucio. Lo otro es ornamental y transitorio: su trama casi anecdótica, saturada de fan service, revela una escasez lingüística de niveles pornográficos. Una lectura con perspectiva de género reduciría la existencia de Larissa a mero fetiche sexual. Si al menos la obra en cuestión abordase con osadía los episodios eróticos, podríamos elevarla a la categoría de comedia dramática, pero se conforma y sobrevuela el cliché adolescente del hentai censurado. Y falla por partida doble: no cumple como obra literaria ni como pieza clandestina. Los tristes pixeles siguen ahí. 


La brujita que cruzó mi barrio marginal es no sólo una novela políticamente correcta, sino previsible. Maniquea en su planteamiento de arquetipos, bastante lineal en su ristra de episodios, y confusa: Larissa no se empodera para liberarse de la mirada cosificadora, más bien acumula un capital erótico desmesurado a través de su viaje por Ecatepec. Pero sigue siendo estúpidamente sexualizada, vista como fantasía erótica masculina. Quizás el mayor mérito de esta novela sea que existe un nicho fértil en el que hallará por fin su camino, y será reivindicada por una horda de incels temerosos ante la vida adulta. Si Ramírez intentó higienizar la misoginia latente en la figura de la bruja, erró los tiros. Larissa termina siendo la proyección mental de un chico fascinado por sus tetas. Un holograma onanista.



Una brujita que cruzó mi barrio marginal

Omar Ramírez · Trajín, 2023

 

10.12.23

la mesías_el reino y sus demonios

 

Una familia enclaustrada. Una madre mesiánica. Música pop y sectas familiares. Reseñamos La Mesías, de Javier Ambrossi & Javier Calvo, la serie más alucinante del año.




Una mujer sin rostro canta de pie sobre mi alma,

una mujer sin rostro sobre mi alma en el suelo,

mi alma, mi alma: y repito esa palabra

no sé si como un niño llamando a su madre a la luz,

en confusos sonidos y con llantos, o bien simplemente

para hacer ver que no tiene sentido.


Leopoldo María Panero, El circo


 

Vivimos invadidos por la ideología, los discursos maniqueos, el simulacro digital. Hubo una época previa, embrionaria, en la que Internet no era la máquina de ficciones que es hoy. Un paraíso perdido de estética kitsch, genuina por sus carencias, idealista. Y en aquella caverna de sombras platónicas, ¿qué tan fácil resultaba mentirle a las audiencias, improvisar realidades distorsionadas, condicionar al rebaño con argumentos falaces? Antes de la posverdad, ¿cómo operaba el montaje colectivo, la melodía triste del flautista de Hamelín? 


El encierro en casa, laboratorio en miniatura de tiranías sociales, engendra seres anómalos. Una madre que bordea la psicosis, frustrada, y un padrastro dominante, vetusto. Una camada de hijas que bajo restricciones y amenazas descubren el cine como vía de escape. “A mamá no le habla Dios. Mamá está loca”, expresa Enric, el hermano mayor, ahora rebautizado como Isaías, mientras Resurrección (antes Irene) recibe órdenes como por mandato divino bajo el asfixiante yugo de lo familiar y lo siniestro. Bienvenidos a la España profunda.


Los traumas de infancia también producen monstruos. Alienadas por el dogma, las relaciones de poder originan culpa, resentimiento, incertidumbre. El cristianismo funda una moral de esclavos. Si a lo anterior añadimos una pátina de cultura pop dosmilera, una madre mesiánica tricéfala y un grupo musical de chicas entonando versos delirantes, la fórmula se convierte en experiencia religiosa. Justo lo que Javier Ambrossi & Javier Calvo han logrado amalgamar en La Mesías (2023), serie de 7 episodios transmitida por Movistar Plus+.


Las coordenadas visuales que los Javis cruzan son múltiples y ambiciosas, desde la estética low fi, con claras alusiones al estilo Almodóvar, hasta la saga de Flos Mariae, el grupo musical de hermanas frikis cuyos videos inspirados en la Virgen María llegaron a viralizarse con miles de reproducciones en YouTube. Sin olvidar el alucinante homenaje coreográfico a Cantando bajo la lluvia y la figura espectral de Carlos Saura y su Mamá cumple cien años. Un vórtex de influencias que incluye alienígenas y música original de Hidrogenesse. 


Lo que cambia, respecto a su filmografía anterior, es la complejidad (el arco narrativo abarca tres bloques cronológicos) y el tono (salvo interludios, casi no hay humor, sino drama con añadidos ufológicos). Quienes lleguen a La Mesías por el recuerdo de La llamada, Paquita Salas o Veneno, van a sorprenderse ante la metamorfosis que supone este nuevo mundo, la sofisticada base psicológica de sus personajes, la tesitura de los conflictos trenzados con virtuosismo formal, y el ritmo galopante en sus momentos más desgarradores.


La Mesías sabe surfear temas polémicos con determinación y madurez. En tanto ficción, revierte el juicio unilateral del fanatismo religioso. La advertencia del autoengaño y la búsqueda legítima de redención oscilan en ambos extremos de la fe. Quizás por ello su crescendo alcanza la cúspide en el sexto capítulo, y el séptimo sirve como epílogo para restañar heridas del pasado y asimilar el trauma. Su mensaje llega claro y conciso. En el reino de Dios, la rebeldía se torna soledad y silencio. Pero vale la pena alzar la voz, revertir el pecado, fugarse al mundo.


Las tres versiones de Montserrat, interpretadas por Ana Rujas, Lola Dueñas y Carmen Machi, son brillantes. Perfilan un personaje voluble, contradictorio, terrorífico. Los hermanos mayores, Enric e Irene, en sus distintas capas, ejercen contrapeso dramático. Los roles adultos corresponden a Roger Casamajor y Macarena García. El reparto de las niñas/adolescentes concentra un rango expresivo hipnótico, con Amaia entre filas. Albert Pla como padrastro fanático transmite desasosiego. Cecilia Roth en su odisea ufoespiritual es la cereza del pastel.


La Mesías incluye una escena realizada con Inteligencia Artificial en la que Irene visita la casa de su infancia, y en un viaje de ketamina fusiona pasado y presente de modo fantasmagórico, mientras la música de Stella Maris resuena: escuchamos sintetizadores ominosos en un trance de criaturas lisérgicas, ángeles caídos y vírgenes nocturnas. “Pom, pom, toc, toc, queremos entrar en el reino de Dios”, entonan las niñas, luciendo vestidos de princesas. El mundo es una rave llena de voces infantiles. No hay sentido. No hay salida. 

Sólo el vacío de nuestra inmersión emocional.