El 30 de
noviembre de 1935, Fernando Pessoa concluye sus andanzas por los viejos cafés
lisboetas. Fallece a causa de una cirrosis hepática en el hospital de San Luis
de los Franceses, provocada por un alcoholismo crónico. El escritor deja un
baúl, que siempre llevaba consigo en sus eternas mudanzas, con 27,000
manuscritos. Es el legado de una vida, cuyo valor ni siquiera los sabios pueden
calcular. A la casa de su hermana acudirán los investigadores, varias décadas
después. Iremos descubriendo a los heterónimos.
Tres de ellos, básicos: Alberto Caeiro (naturalista y bucólico), Ricardo Reis (neoclásico
de orientación horaciana) y Álvaro de Campos (máquina futurista y nerviosa). Conoceremos
a un semiheterónimo: el tenedor de libros Bernardo Soares, autor de un
desconsolado y metafísico Libro del
Desasosiego. La caja de Pandora arroja un sinnúmero de personalidades
literarias y voces opuestas. Pessoa es todos.
En una carta dirigida a su amigo Adolfo Casais Monteiro, él mismo explica la génesis de su
personalidad múltiple. Un 8 de marzo de 1914, cuando escribe los 36 poemas de El guardador de rebaños en lo alto de una
cómoda, nace el maestro Caeiro. No obstante, se sabe solo. En 1915, le confiesa
a Armando Côrtes-Rodrigues que se adelantó demasiado a sus compañeros de viaje.
Y ya nadie—ni siquiera el amor de su vida, la mecanógrafa Ofélia Queiroz—lo
salvará de la obsesión por multiplicarse. Pessoa bebe mucho. Es asiduo a la
cazalla, un aguardiente de anís. En sus borracheras, se define como “animal,
mamífero, placentario, megalómano, con rasgos dipsómanos, poeta, con vocación
de escritor satírico, ciudadano universal, filósofo idealista. Soy un
degenerado superior.” Ofélia le ruega que cuide su salud. Pessoa no es un niño,
pero tampoco escucha. Y todo es tristísimo como una canción de Madredeus. El
fado de Pessoa es el alcohol.
En Los tres últimos días de Fernando Pessoa,
Antonio Tabucchi reconstruye una agonía en la que los heterónimos despiden a su
creador. Al menos, la literatura le rinde honores, porque Pessoa murió en el
anonimato. Publicó pocos poemas en algunas revistas. Trabajaba como traductor
de cartas comerciales. Tuvo una enorme laguna emocional, un agujero negro
carcomiéndole día y noche. Sin el baúl, no habría fama póstuma. Soares lo
expresa lúcidamente: «Pienso a veces, con un deleite triste, que si un día, en
un futuro al que yo ya no pertenezca, estas frases que escribo perduran como
cosa de mérito, tendré por fin quienes me “comprendan”, los míos, mi verdadera familia
para en ella nacer y ser amado. Pero lejos de ir a nacer en ella, habré muerto
mucho tiempo antes. Seré comprendido sólo en efigie, cuando el afecto ya no
compense al muerto de la falta de afecto general que lo acompañó en vida.»
No hay mejor
epitafio.