Hoy considerado uno de los autores más importantes dentro de la escena del
cómic independiente, el historietista Charles Burns nos ha legado una
enigmática galería de historias que saben cómo activar nuestras emociones más
primitivas (miedo, asco, sorpresa) ante lo desconocido: la muerte, la
enfermedad, el deseo. Con su estilo frío/visceral—en extraordinario blanco y
negro, o mediante una paleta de colores llena de sobriedad cromática—nos
hipnotiza y consigue atraparnos en sus túneles aún goteantes de epidemias
anónimas y culpas inconfesables.
Burns ha
publicado títulos clásicos de cómic underground
que, con el paso de los años, revelan su importancia. Agujero negro (1995/2005) marca un antes y un después dentro de su
trayectoria, pues muchos lo consideran un trabajo de culto, un tour de force sobre el paso de la
adolescencia a la edad adulta, y el agujero que hay entre ambas. La historia de
una enfermedad que causa mutaciones sexuales nos sumerge en un clima enfermizo
a la par que mórbido. Las situaciones aparentemente inofensivas adquieren
proporciones monstruosas.
En esto
recuerda lo que Houellebecq ha escrito en un ensayo sobre la naturaleza del
horror cotidiano, una de las herramientas narrativas que Burns exprime con
perversidad glacial: Al principio, no
ocurre absolutamente nada. Todo va bien. Luego, poco a poco, empiezan a
multiplicarse incidentes casi insignificantes, que coinciden de manera
peligrosa. El barniz de la trivialidad se agrieta, dejando paso a inquietantes
hipótesis. Inexorablemente, las fuerzas del mal hacen su entrada en escena.