Cuando las
mires, presta atención. La gama cromática se reduce a ocres, grises, negros y
tonos terrosos. Es la sustancia del final de una vida. Un ciclo que está
cerrándose. Lo que también confiere cierto aire macabro, silencioso, espectral
a las catorce piezas. Un balance póstumo, para decirlo amablemente. Las realizó
en la Quinta del Sordo, a orillas del río Manzanares. Francisco de Goya compra
esta propiedad en 1819 y la abandona en 1823, cuando se traslada a Burdeos,
donde fallecerá en 1828. La situación física, mental y espiritual que
atraviesa—ya no es joven, está a unos años de su jubilación, su espíritu
crítico se acentúa y lo envuelve como una cebolla morada—le obligan a depurar
su catálogo, ya de por sí oscuro. Con lo más fúnebre de su imaginación ha
realizado estos murales. Las pinturas negras. El subconsciente en su más pura
expresión diabólica. Provincia de caprichos y disparates. Un teaser del expresionismo que vendrá.
Por
supuesto, dichas alegorías no son un paseo por el bosque. Te confrontan como
espectador, te provocan, se ríen de tu inocencia. Pero quién sería inocente
para una España que ya ha visto demasiada sangre. Una sociedad dividida entre
progresistas y moderados: monstruo bicéfalo. Con prejuicios y costumbres en caída
libre. Brujería, prostitución, inquisidores, miseria y descontento social. Son
las musas del pintor, los ecos detrás de las paredes, su materia prima. Aunque se cree que Goya intervino los paisajes
bucólicos que decoraban las muros de la finca, y se cuestiona si estos fueron
también de su autoría, sin duda fue determinante su deterioro físico para que
decidiera transformarlos. A sus
setenta y pico años, sobrellevaba un cuadro de tifus. Es curioso cómo la desintegración
orgánica pone las condiciones justas para ciertas obras maestras. Piensa en Van
Gogh, Artaud, Panero, Rothko. Los enfermos y los dementes.
El tifus no
era el único mal que acorralaba al pintor. Entre 1792 y 1793 ya había presentado
síntomas de intoxicación, posiblemente a causa del plomo contenido en sus
pinturas. A raíz de ello le quedó una sordera desastrosa. Otras
interpretaciones arrojan diagnósticos más siniestros. Esquizofrenia, sífilis,
envenenamiento por mercurio. ¿Qué vería Goya cuando se dispuso crear su
exhibición de atrocidades? ¿El horror, la ferocidad o el triunfo de la muerte?
¿Los desesperados conflictos bélicos? ¿Su propia condición senil? Dimelo tú. La
quinta pasa a manos del barón d’Erlanger y en 1874, por encargo del nuevo
dueño, Salvador Martínez Cubells procede al arranque de los óleos y su
posterior traslado en lienzo al Museo del Prado. Los restos de Francisco de Goya
descansan, salvo la cabeza, en Madrid. Y de esa historia no existe ninguna
explicación. Simplemente un día, al exhumar los restos, ya no estaba.