17.8.22

lost at sea_monólogos en el maletero




A partir del viaje como metáfora central, Lost At Sea, 

de Bryan Lee O’Malley, relata la melancólica transición 

que emprende Raleigh de la adolescencia a la joven adultez.




Todo comenzó con un chico—Stillman—, a quien ella amó más de lo que debía. Luego fueron sus padres, separados cuando el amor no fue suficiente. Ahora Raleigh, vacía, está atrapada en un viaje por carretera con tres desconocidos tratando de regresar a casa, si es que hay una casa a la que regresar. Viajes, vacíos, Lost At Sea.

Perderse es una de esas experiencias que todos vivimos de una forma u otra. Pudo ser en un viaje de carretera durante las vacaciones. Quizá nuestra primera noche en una nueva ciudad. Incluso los pasillos de un supermercado pueden convertirse en un auténtico laberinto cuando la estatura no nos da para ver más allá de la segunda estantería del anaquel. Perderse es inherente a viajar, ya que implica alejarnos del camino establecido y deambular intentando rectificar sobre las huellas que dejamos. Todavía más interesante, viajar no siempre implica trasladarse de un punto físico a otro. Hay viajes que nos dejan estáticos en un sitio y nos llevan a los confines de nuestra propia mente. Quizá este tipo sea el más aterrador de todos.

Raleigh está atrapada entre dos viajes. Por un lado, el roadtrip de regreso a Canadá junto a sus compañeros de universidad. Por el otro, en el asiento trasero del auto, muy adentro de sí misma, evoca recuerdos impostores, traumas y emociones sin salida. Dos travesías simultáneas que avanzan hacia el mismo destino aunque en un principio no lo parezca. Nuestra protagonista es una chica especial, rodeada de un aura melancólica discreta para no aparentar debilidad. Ella es Raleigh, la voz y ojos que nos cuentan la historia del cómic y a través de quien experimentamos soledad, tristeza y esperanza. En el mismo auto viajan Ian, Dave y Stephanie, tres chicos de la universidad que solo se cruzaron por accidente y ahora parecen abrumados por horas y kilómetros, más de los que la carretera puede señalar.

La compañía es un elemento central de esta historia. Uno de los traumas con los que Raleigh carga es precisamente la soledad y el abandono. Hablamos de un personaje que ha visto cómo el amor se desvanece: sus padres, sus amigos, Stillman. El amor, en todas sus formas, ha desaparecido de la vida de Raleigh, quien todavía busca explicaciones donde no las hay y recuerdos impostores que la alejan más de su objetivo. Sin embargo, es en esta soledad donde los tres desconocidos que la acompañan irán entablando, poco a poco, lazos con la melancólica chica, especialmente Stephanie, quien coprotagoniza varias de las escenas con mayor carga sentimental.

Con este arco emocional tan explícito, para muchos será una sorpresa que la mente detrás del cómic sea Bryan Lee O’Malley, guionista e ilustrador canadiense que es mejor conocido por crear los seis volúmenes de Scott Pilgrim, su obra más importante. Lost At Sea antecede a los siete ex novios malvados y aunque no comparte nada con el universo de Scott, es evidente que la historia de Raleigh dio los primeros pasos para que el infame bajista de Sex Bob-Omb pudiera correr. Pero aquí no hay videojuegos, música pegajosa o ex novios con superpoderes; esta es una obra más intimista que coquetea con el dolor, los sentimientos y los recuerdos que todavía nos atormentan. No obstante, si rastreamos semejanzas, ambos cómics comparten en su ADN el mismo conflicto: la transición de la adolescencia a la adultez joven, etapa que representa cambios de personalidad, obligaciones, deseos y para la que muy pocos nos sentimos preparados cuando llega. 

Estos conflictos laten a través de la protagonista. Llegar a los veinte años es problemático. En solo dos décadas hemos pasado por numerosas situaciones, y la conciencia del tiempo nos permite ver que dicho lapso fue casi una eternidad. La infancia se siente como la historia de alguien ajeno. La adolescencia reposa a lo lejos a pesar de que la frontera sea de apenas una pizca de años. ¿Se supone que ya debo saber qué quiero hacer? Cierto, hemos tomado decisiones importantes y enfrentado sus consecuencias, somos jóvenes y aun así nos sentimos como si no hubiera tiempo suficiente para corregir. Tener veinte años provoca miedo y este cómic es la prueba. 

Hay algo en Raleigh que nos identifica: una amistad perdida, una relación que no llegó a nada, distancias que no volverán y recuerdos que buscamos disfrazar por mentiras que nos harán sentir mejor. Peleamos contra el tiempo a pesar de que reconocemos el vértigo que nos arrasa. Lost At Sea se atreve a zambullirse en estos miedos que palpitan mientras escribo su reseña, porque es la única forma en la que puedo dejar evidencia de lo reales que son. 

Crecer, forjar lazos, superar miedos y encontrarse con nuevos desafíos es parte de crecer. Es un viaje en carretera que muta a cada kilómetro. Un amigo nos acompaña en el asiento del copiloto, con las culpas y los deseos peleando en el asiento trasero, mientras que los recuerdos buscan la forma de escapar del maletero. No encuentro más palabras para explicar Lost at Sea salvo el monólogo que cierra el cómic: 

Estoy recostada y lidiando con ello mirando a las estrellas y tengo once, tengo dieciséis, tengo dieciocho, soy una recién nacida, soy todos en todas partes, contigo, sin ti, libre en el limbo, perdida en el mar.

¿Qué significa? Eso es algo que tendrás que descubrir en tu propio viaje. 



Lost At Sea

Bryan Lee O’Malley

Oni Press, 2005 (2ª edición)



1.8.22

the black phone_la máscara y el trauma

 


Scott Derrickson adapta un relato de Joe Hill sobre un secuestrador de niños y un teléfono que recibe llamadas desde el más allá. Reseñamos The Black Phone.



Scott Derrickson dirige The Black Phone (2022) como una suerte de exorcismo, para liberarse de su propia niñez en un barrio violento. Sabe cómo crear empatía y poner el dedo en la llaga al mismo tiempo. «Lo que menos me interesaba era tener un abordaje nostálgico al pasado. Es lo típico de las películas de género con niños protagonistas, lo cual no tiene nada que ver con mi propio concepto de la infancia. La emoción fundamental que sentí de niño fue miedo. El bullying… Vivía en una cuadra con 13 muchachos, yo era el menor y en nuestro vecindario reinaba la violencia. Se peleaban casi a diario. Los chicos sangraban muchísimo. Había violencia en mi casa. La escena del cinturón proviene de mis recuerdos. Y no se trata de una excepción: la mayoría de los niños tenían padres que los educaban así. Era la época.» (ScifiNow, 23.06.22) Es fácil comprender entonces cómo Derrickson ha sabido traducir a su lenguaje cinematográfico el relato de Joe Hill, incluido en la colección 20th Century Ghosts (2005).


Si bien es cierto, según palabras de Stephen King, que nos inventamos horrores ficticios para ayudarnos a soportar los reales, resulta significativo que Derrickson haya decidido filmar esta película, y no la secuela de Doctor Strange para Marvel Studios, por una cuestión de coherencia interna. En primera instancia, estamos ante una historia con el feeling que ya hemos visto en Sinister (2012), con un tono de thriller policiaco barnizado de carisma vintage y alusiones a Stephen King. Tenemos una presencia inquietante, ahora representada por un mago que secuestra niños y deja globos negros como evidencia, cuyo performance corre a cargo de Ethan Hawke. También hay un par de hermanos, Gwen + Finney Blake, interpretados por Madeleine McGraw y Mason Thames. Y un teléfono negro, sin conexión, que recibe llamadas del más allá. El universo narrativo es compacto, las acciones definen un conflicto con la tensión suficiente para seguir la trama, y uno termina fascinado por las conversaciones entre vivos y muertos. No hay desperdicio en la historia, cada detalle ha sido puesto ahí por un motivo; intrigante en las primeras secuencias, luego bastante obvio. 


«Todas las víctimas se basaron en niños que conocí cuando tenía esa edad—explica Derrickson.— Estuve en terapia durante tres años, lidiando con mis traumas de la infancia.» La escritura del guión, a dos manos con C. Robert Cargill, refleja no solo las pesadillas del director sino el espíritu de una generación herida. «La película trata sobre el trauma infantil y, en concreto, sobre la resiliencia de los niños.» En esto, The Black Phone tiende vasos comunicantes con Let the right one in (2008), otra adaptación al cine de una obra literaria sobre acoso escolar, brechas generacionales y violencia sistémica.


Mención aparte merecen valores de producción como la banda sonora de Mark Korven, el vestuario y la excelente fotografía. El diseño de la máscara que porta el secuestrador es del veterano Tom Savini, ya con un largo kilometraje en temas de maquillaje y efectos especiales para cine de terror. «La única referencia que le di—relata Derrickson—fue El hombre que ríe, por la máscara sonriente. No tenía ninguna otra referencia, solo esa. Luego él volvió con un boceto bastante prematuro que es, básicamente, la máscara que aparece en pantalla. Tan pronto como la vi, dije: Dios mío, eso es todoThe Black Phone no apila secuencias de asesinatos, como un slasher de viernes por la noche. Tampoco es una coming of age movie, pues no tiene la paciencia de mostrarnos una línea de tiempo extendida. Uno de sus grandes méritos radica en su ritmo directo como un puñetazo en el rostro, y en los sucesivos ganchos emocionales que sabe cuándo y cómo propinarle al espectador. De ahí, quizá, que sus mayores influencias sean Los 400 golpes (1959) o El espinazo del diablo (2001). Los niños jamás se aburren. Ni siquiera muertos. 


Producida por Blumhouse, The Black Phone incluye al menos un par de escenas emblemáticas que van a recorrer nuestros pasillos mentales como un roedor hambriento. Recordarlas es de lo más satisfactorio.