En el Libro del Desasosiego,
Bernardo Soares—el tenedor de libros creado por Pessoa antes de que el
existencialismo existiera como tal—apunta: “La única actitud digna de
un hombre superior es el persistir tenaz en una actividad que se reconoce como
inútil, el hábito de una disciplina que se sabe estéril, y el uso fijo de
normas de pensamiento filosófico y metafísico cuya importancia se siente como
nula.” Las ideas en este fragmento son familiares a la noción de
absurdo que años después habría de formular Albert Camus en su ensayo El mito de
Sísifo (1942), cuyo planteamiento parte de si la vida merece la pena de ser
vivida. Luego de varios rodeos, Camus concluye que las tres consecuencias de lo
absurdo son “mi rebelión, mi libertad y mi pasión. A través del mero
juego de la conciencia trasformo en regla de vida lo que era invitación a la
muerte—y rechazo el suicidio.” De esta forma, el acto de vivir,
despojado de trascendencia, nos convierte en héroes trágicos. Subir la roca,
dejarla rodar, volver por ella y subirla de nuevo: un uroboros vano.
Camus compone el ciclo del absurdo
partiendo de los razonamientos contenidos en El mito de Sísifo, una
plataforma filosófica a la cual se suman la novela El extranjero (1942)
y las piezas teatrales El malentendido y Calígula (ambas de
1944). Sin ser demostraciones de tesis, estas tres obras ilustran el corpus
intelectual de un primer bloque inmanente y ateo. Más adelante, con la
publicación de El hombre rebelde (1951), a la noción de absurdo se
añadirá el compromiso social: “La primera y única evidencia que me es
dada dentro de la experiencia del absurdo es la rebeldía. (…) la rebeldía nace
del espectáculo de la sinrazón, ante una condición injusta e incomprensible.
(…) Pero esta evidencia saca al individuo de su soledad. Es un lugar común que
funda en todos los hombres el primer valor. Me rebelo, luego existimos.” Dicha
rebeldía es tanto política como metafísica; el hombre se rebela a la muerte
generalizada “denunciando en Dios al padre de la muerte y el supremo escándalo.
Lo absurdo es el pecado sin Dios.”
Al ciclo de la rebeldía pertenecen el
ensayo arriba citado, una novela —La peste (1947)—y las obras de teatro
El estado de sitio (1948) y Los justos (1950), que exploran temas
como la solidaridad en medio de la catástrofe, el enfrentamiento contra el
poder tiránico y la resistencia revolucionaria. Camus también indaga sobre los
límites de la bondad y si es posible llegar a ser “un santo sin Dios”,
problemas formulados ampliamente en las ficciones de Dostoyevski. Su
existencialismo tiene más elementos literarios que filosóficos, más
descripciones vitalistas que análisis fenomenológicos. La vida no es el telón
de fondo de sus dramas, sino el actor principal. De hecho, Sísifo es ya un personaje
que se esfuerza en vivir, igual que Meursault y Jan un par de hombres
angustiados por la existencia, de la misma familia a la que pertenecen el
Bartleby de Melville o el tenedor de libros pessoano. Todos ellos, que
representan la conciencia del esfuerzo inútil, viven apalabrados. El
anclaje de Camus en la literatura, sabemos, fue el punto de quiebre con un
Sartre más político y doctrinario.
Sin embargo, Camus tuvo el acierto de
no abusar de la ficción como un mero vehículo de ideas, práctica que Sartre
explotó hasta desgastarla por completo. El argelino entregó la antorcha a
escritores más radicales en sus universos absurdistas, como Beckett, Ionesco y
Cioran, cuyos personajes no sólo se rebelan ante la muerte, sino que recurren a
las palabras para vaciar de sentido su propia agonía. La conciencia y el
lenguaje se muerden la cola, de cierto modo. La trilogía beckettiana de Molloy,
Malone muere y El Innombrable conecta con el ambiente malogrado
de El extranjero. De lágrimas y de santos, de Cioran, lleva hasta
el límite la espiritualidad atea y el sinsentido. A cien años del nacimiento de
Camus los entusiastas pueden rastrear su influjo hasta en piezas como 4.48
Psicosis y Ansia, de Sarah Kane, en las que el suicidio y la soledad
se entrelazan. Pero Camus, el absurdista, muere en un accidente automovilístico
el 4 de enero de 1960, al estrellarse contra un árbol (en la guantera, el
manuscrito de El primer hombre). Y ese final, tan cinematográfico, es
insuperable.