Durante una entrevista realizada un par de años antes de la publicación de Las
partículas elementales, aparecida en 1998 en su idioma original, Michel
Houellebecq explicaba que la directriz de su obra —compuesta de poesía, ensayo
y novela— partía de «ante todo, según creo, la intuición de que el universo se
basa en la separación, el sufrimiento y el mal; la decisión de describir este
estado de cosas y, quizás, de superarlos. Los medios —literarios o no— son
secundarios. El acto inicial es el rechazo radical del mundo tal como es;
también la adhesión a las nociones de bien y mal. La voluntad de profundizar en
estas nociones, de delimitar su dominio, incluso en mi interior. Después viene
la literatura.»
Con un estilo llano, durísimo, intransigente, Las partículas elementales
indaga sobre las raíces de la crisis contemporánea, de una forma patética y
terriblemente cruda. El libro sugiere con certeza que el hombre ha dado todo de
sí para su propio agotamiento y extinción. Michel Djerzinski y Bruno Clèment,
dos hermanastros, han crecido con sus abuelas desde niños. Janine, la madre,
los abandonó para irse a vivir a una comunidad hippie, al lado de Francesco di
Meola, dueño de una villa para jóvenes vacacionistas. Ambos hermanastros
alcanzan la adolescencia sin amor; sus experiencias antes de la edad adulta,
marcadas por la frustración y el abandono, se registran en la primera parte, El
reino perdido, a la cual antecede un extraordinario poema.
Houellebecq describe sin piedad. Al referirse a Michel, que con el paso de los
años se convertiría en un físico notable, Walcott, uno de sus colegas, anota:
«Había en él algo espantosamente triste, creo que era el ser más triste que he
conocido en mi vida, y aun así la palabra tristeza me parece demasiado suave;
más bien debería decir que había en él algo destruido, completamente arrasado.»
En el caso de Bruno, quien terminaría volviéndose un maniaco sexual acomplejado
y pusilánime, se dicen cosas como ésta: «Desde la primera vez que estuvo en
casa de su madre, Bruno supo que los hippies no le aceptarían; él no sería
nunca un animal hermoso. Por la noche, soñaba con vulvas abiertas. Por esa
misma época empezó a leer a Kafka. La primera vez sintió frío, una insidiosa
helada; horas después de terminar El Proceso todavía se sentía aturdido,
sin vigor. Supo de inmediato que ese universo lento, marcado por la culpa,
donde los seres se cruzaban en un vacío sideral sin que nunca pareciera posible
la menor relación entre ellos, correspondía exactamente a su universo mental.
El mundo era lento y frío. Sin embargo existía una cosa cálida que las mujeres
tenían entre las piernas; pero él no tenía acceso a ella.»
Descripciones siniestras abundan. Houellebecq no escatima recursos para
incomodar; a los hombres los compara con chimpancés y gallinas, los encuentros
sexuales alcanzan el lenguaje explícito de las películas porno. Aunque en este
caso, hablaríamos de porno depresivo, si el género existiera. De la segunda
parte, titulada Momentos extraños, un capítulo que merece mención
honorífica es el número 15, La hipótesis Macmillan. Ahí se cuenta cómo
David di Meola sacrifica a su padre muerto en un ritual caníbal, marcando así
la degeneración del movimiento hippie (hasta llegar a las snuff movies y
los asesinos seriales de la estirpe de Charles Manson). Por si no bastara, el
buen Houellebecq se ensaña particularmente con el destino de las mujeres;
Annick y Christiane (amantes de Bruno), Annabelle (compañera de Michel) y
Janine acaban sus días bastante mal. Los suicidios de las dos primeras, el coma
de Annabelle y la sórdida agonía de Janine dejan recuerdos profundos.
Narrada sin concesiones, fuera de los límites de lo permisible y políticamente
correcto, Las partículas elementales pone en evidencia los síntomas del
malestar occidental: materialismo, inmoralidad, mercantilización del deseo,
apatía, pérdida de fe, falta de verdaderos horizontes para seguir adelante.
Houellebecq induce a preguntarnos: ¿la humanidad llegó al punto de no retorno?,
y responde que sí, señalando el curso de la caída.
Infinito emocional, la tercera parte, relata la muerte de Annabelle y
los avances científicos logrados por Michel Djerzinski, gracias a los cuales la
humanidad alcanzaría una tercera mutación metafísica. Dicho fenómeno, que
Houellebecq menciona en varios segmentos de la novela, ocurre cuando la
humanidad cambia su visión del mundo. La primera mutación metafísica se dio con
el cristianismo, que vino a remover la estructura ideológica del Imperio
romano. La segunda ocurre con la aparición de la ciencia moderna. La tercera
tendría lugar con el surgimiento de una sola humanidad racional, asexuada, con
el mismo código genético, que viviría eternamente, superando «la
individualidad, la separación y el devenir.»
El reino de los hombres terminó, sugiere Houellebecq. La última parte del libro
analiza la tesis. Por supuesto, se trata de una propuesta seria, aunque no por
ello incuestionable. Djerzinski deja varios libros cuyas investigaciones
permiten que el 20 de marzo de 2029, a veinte años de su fallecimiento, surja
el «primer representante de una nueva especie inteligente creada por el hombre
a su imagen y semejanza.» Detalle curioso, la novela está narrada por uno de
los individuos del nuevo reino.
Más allá de las críticas infundadas, Las partículas elementales se ha
mantenido vigente tras varias ediciones. Houellebecq sigue teniendo un discurso
sugestivo y provocador: he aquí la mejor de sus obras. Houellebecq sigue
conmoviendo. He aquí su mayor virtud.