En aquella época me había refugiado ya en la escritura, no hacía
más que escribir, no sé ya, cientos y cientos de poemas, sólo existía cuando
escribía, mi abuelo, el escritor, había muerto, ahora tenía que escribir yo,
ahora tenía yo la posibilidad de escribir, ahora me atrevía, ahora tenía
ese medio para mis fines, al precipitarme en ello con todas mis fuerzas,
abusaba del mundo entero, al convertirlo en poemas y, aunque esos poemas no
tuvieran valor, lo significaban todo para mí, nada significaba más para mí en
el mundo, no tenía nada más, sólo la posibilidad de escribir poemas. Por eso
fue lo más natural que, antes de despedirme de mi madre, a la que habíamos
dejado en casa porque sabíamos lo que significaba entregarla al hospital, le
leyera poemas de mi cabeza.
Thomas Bernhard, El aliento