Con Relámpagos, Jean Echenoz cierra su trilogía de vidas
imaginarias. Después de Ravel y Correr—sobre la vida de Zatópek—
llega el turno del inventor de tiempo completo, un solitario y orgulloso Nikola
Tesla que acaba en la ruina—después de enriquecer a otros con sus prodigios—y
en algún momento de su excéntrico itinerario se enamora de una paloma. De fondo
será oportuno revisar El mito de Sísifo de Camus para advertir las insinuaciones
trágicas de un personaje al que no le molesta subir la roca mil veces porque
confía demasiado en su genio. Además viste impecablemente y se aloja en el
mejor hotel de Nueva York, es alérgico al contacto humano y no hay registro de
si en alguna ocasión tuvo relaciones sexuales. Gregor únicamente se enamora de
un pájaro y, tras su muerte, lo diseca.
Echenoz domina un estilo ágil, de peso ligero. Acción vertiginosa,
economía verbal, ritmo y sentido del humor. Como un capítulo de la Pantera Rosa,
sustituyendo el silencio por el rumor de la energía eléctrica (que gracias a
Gregor y su uso de la corriente alterna podrá iluminar el mundo en unos años).
No faltan los intentos de dialogar con extraterrestres, los banquetes en
círculos de millonarios e inversionistas y las grandilocuentes presentaciones
de sus aparatos, mil veces mejores que los de Edison, para decirlo rápido. Y la
impresión de que en medio de la opulencia, pronto las líneas van a torcerse.
Echenoz les llama jugarretas. Una novela con las jugarretas distintivas
del Imperio Americano, o las propias del ser humano en general. A Gregor le
sobra inteligencia pero no sabe vivir. O sabe vivir pero no es astuto. Tanta
sabiduría y ni siquiera consigue sacarle provecho.
Relámpagos asume una composición rectilínea, conservadora y clásica que no
le impide sacarse de la manga buenos giros argumentales. No encontraremos en
ella divagaciones respecto a la soledad de los científicos. Uno lo concluye a
solas, por cierto, sin que nadie meta las narices. La práctica de un ascetismo
análogo al de los santos hace de Gregor un eremita de claroscuros. En parte se
debe a su carácter antipático y a su forma de anunciar los inventos más
disparatados, muchos de las cuales verán la luz en manos de otros,
sumiéndolo a él en incomprensibles tinieblas. Con eso tendrá que arreglárselas.
Finalmente le pasa lo que a Prometeo, que por robar el fuego termina en el
exilio. Gregor morirá como el día que nació, sin la luz de su lado, pero casi a
punto de alcanzarla. Lo que es peor. Imaginémoslo.