Michel Houellebecq existe.
Se levanta de su cama empotrada en el vacío, fuma un cigarro sin lavarse los
dientes y la aparición en el espejo de un semblante en caída libre lo
contextualiza. Le queda poco, realmente, por hacer. Se ha repetido demasiado.
En verso y prosa. De modo que uno de estos días podrá decirse: «Ustedes no me necesitan.» Tal vez frente al espejo. Sin perder la
cabeza. Houellebecq se arroja a la calle como un dado sin Dios. Se angustia
filosóficamente a la vieja usanza cartesiana, con el alma y el cuerpo firmando
un divorcio. Por mayoría generalizada, el cuerpo se impone: los genitales, la
pasión y la desdicha. A diferencia de Sartre, la siguiente star literaria
no discrimina el erotismo ni sus posibilidades redentoras. Fallidas por
supuesto, al fin y al cabo. Y, como Sartre, pone el dedo en la llaga, siempre
dentro de los límites de las mucosas y las vísceras, explorando la enfermedad,
el suicidio, la frustración estandarizada. Ninguna emoción cambiará el curso de
las cosas: se las puede suprimir, exaltar, hacer objeto de burla. La miseria
pone el contraste.
El horror en la obra de
Houellebecq se produce por este desfase: deseamos demasiado y nos aburrimos
pronto. En El mundo como supermercado, explica: «La publicidad instaura un superyó duro y
terrorífico, mucho más implacable que cualquier otro imperativo antes
inventado, que se pega a la piel del individuo y le repite sin parar: “Tienes
que desear. Tienes que ser deseable. Tienes que participar en la competición,
en la lucha, en la vida del mundo. Si te detienes, dejas de existir. Si te
quedas atrás, estás muerto.” (…) La
publicidad fracasa, las depresiones se multiplican, el desarraigo se acentúa;
sin embargo, la publicidad sigue construyendo las infraestructuras de recepción
de sus mensajes. Sigue perfeccionando medios de desplazamiento para seres que
no tienen ningún sitio adonde ir porque no están cómodos en ninguna parte;
sigue desarrollando medios de comunicación para seres que ya no tienen nada que
decir; sigue facilitando las posibilidades de interacción entre seres que ya no
tienen ganas de entablar relación con nadie.»
Producto de esta
desigualdad básica, científica, sus poemas intentan resolver aporías
existenciales. Funcionan como variaciones que oscilan entre la angustia y el
humor negro. ¿Es posible, pese a todo, sentir nostalgia, un vago anhelo de
equilibrio? De eso se trata, precisamente. En febrero de 1995, el escritor
francés declaraba en una entrevista para Art Press: «La poesía es el
medio más natural de traducir la intuición pura de un instante», y ha
organizado su obra literaria como una galaxia fenomenológica que intenta
responder a preguntas metafísicas persistentes. El último fragmento de su Poesía
publicada recientemente por Anagrama es ya una reflexión templada, sin la furia
de los primeros disparos: «Lo repito, hay
momentos perfectos. No es solamente la desaparición de la vulgaridad del mundo;
no es sólo el silencioso equilibrio inherente a los gestos tan simples del
amor, el cuidado y el baño de un niño. Es la idea de que este equilibrio
podría ser duradero, de que nada, de un modo razonable, se opone a que dure. Es
la idea de que ha nacido un nuevo organismo, de gestos armoniosos y limitados;
un nuevo organismo en el cual podemos, desde ahora, vivir.»
También en
esto Houellebecq sigue siendo original. Conserva en su discurso el interés de
aquello en lo que no cree. Como Bataille, Sade o Voltaire: un razonable
absoluto. Es lo más cercano a un final feliz.