—Está usted alegre, señor—me dice el Autodidacto con aire circunspecto.—Es que pienso—le digo riendo—que estamos todos aquí, comiendo y bebiendo para conservar nuestra preciosa existencia, y no hay nada, nada, ninguna razón para existir.
Jean-Paul Sartre, La náusea
Hay un punto de no retorno a partir de la lectura de La náusea. Antoine Roquentin nos revienta las ilusiones, y sin embargo nunca se suicida. Perdura como esos árboles de raíces grotescas descritos en el parque de Bouville, cuando descubre que «todo lo que existe nace sin razón, se prolonga por debilidad y muere por casualidad». Uno cierra el libro e intenta liberarse de la sensación de haber metido las manos en el lodo. Y nosotros, así como tu personaje, buscamos refugio en la música. Él en los viejos ragtime; nosotros en Radiohead y el post-rock. No se trata de una solución estética frente a la falta de sentido, sino de un intento de aspirar a la cohesión de una estructura musical, sobrellevando lo mejor posible el absurdo de la existencia. «La vida es tropel, desbarajuste, sólo la quietud de la nada es perfecta», dice Fernando Vallejo. Un poco así nos sentimos. Con la libertad en las manos, el fango en los pies. Y la música.
¿Por qué vivimos, Sartre? ¿Por qué más bien hay algo y no nada en este mundo? ¿Y qué haremos al respecto? Con esas tres preguntas ya tenemos suficiente para cuestionarnos durante siglos. Y mira que a pesar de que tus personajes quieren matarse, jamás llegan a hacerlo. No por cobardía sino por una especie de orgullo cimentado en la precariedad y el desasosiego. En tus ensayos ideológicos, como El existencialismo es un humanismo, lo que intentas es reconducir las energías para comprometer políticamente a las personas. Recuerdo que a tu entierro, el 19 de abril de 1980, asistió una muchedumbre dolorida. Yo no había nacido pero lo recuerdo, y podríamos pensar que ésa fue una conclusión lógica sobre tu vida. Querías seguidores. Y lo importante era entender que cada quien debe autodefinirse, comprometerse, dar lo mejor sin esperar algo a cambio. Dar lo mejor para esperar algo: el cambio. Dar lo mejor: morir.
¿Fracasaste, Sartre? ¿Por qué se vinieron abajo los grandes sistemas filosóficos después del existencialismo? Entramos a la era de los estructuralistas y el rizoma, a la deconstrucción del lenguaje, a la caída de Aristóteles. Me imagino al Orestes de Las moscas jugando Pac-Man. Tú mueres y los videojuegos ingresan a la cultura popular. Hace unos días leí acerca de uno llamado Journey, donde un personaje camina por el desierto sin nombre, sin poder relacionarse con su compañero de viaje más que a gritos, en medio de la Nada. A pesar de Todo, seguimos pensando en la Nada. ¿Te digo algo? Estamos buscando la espiritualidad. La música del juego, por otro lado, es etérea y hermosa. Disculpa si me voy por las ramas; es el efecto de lo rizomático, de aquellos árboles de Bouville que terminaron por volverse la botánica del pensamiento posmoderno. Qué antiguo es lo posmoderno: ya se veía venir desde tu primera novela.
La cultura de los school killers ya se veía venir desde tu Eróstrato: los que matan para llamar la atención, los que usan el fuego para expresar su derrota. El clima de traición en medio de la guerra se vislumbraba en El muro. Nuestro planeta se ha convertido en un gran cementerio. La gente sufre y está desesperada —nuevamente, como antaño. En A puerta cerrada, recreas un infierno de tres personajes (un editor, una lesbiana y una adúltera bonita) en un salón estilo Segundo Imperio. Nosotros hemos visto las Torres Gemelas arder, a Gadafi morir, a Wall Street precipitarse, y a México sumergirse en una tragicomedia de política y narcotráfico. Esta pieza dramática la escribimos inspirados en ti. Pero Sartre, afirmar que «el infierno son los otros» ya no aplica. Yo te pregunto: ¿debemos asumir responsabilidades? ¿O vamos a seguir leyendo tus libros para encontrar paralelismos?
El culto a la razón desembocó en una profunda incredulidad sistémica. «Respetad a los filósofos, pero no los imitéis», sostiene Houellebecq. Es obvio que llegó un momento de hartazgo en el que la filosofía dejó de ser una práctica saludable. Yo recuerdo que en la escuela pronunciaba tu nombre y los profesores temblaban. Ya no me interesa defenderte. Hablemos del cielo, Sartre. Hablemos de la paz interior. De lo que difícil que resulta ser pesimista en un mundo pesimista, con mails pesimistas como éste y pulsiones pesimistas. Hablemos de cómo resolver la vida sin tener que hablar mal de ella. Sólo por jugar al optimismo. Juguemos con las palabras como tú lo hiciste con las ideas. Juguemos con las ideas como tú lo hiciste con las palabras. Porque por cada hombre que piensa, también existe —y mira que uso tu lenguaje— una pequeña posibilidad de salvación. Una pequeña luz, si tú quieres. Una vela.
Dondequiera que te encuentres, un saludo.
[Andrew Lyons:
Jean Paul Sartre in Nida, Lithuania, 1965]
Publicado originalmente en Origama [11.04.2012]