Entonces
miré dentro de la bola de cristal, tal y como la adivina me lo pidió, y escuché atentamente sus palabras:
—Cuando
salgas de esta tienda un hombre se te acercará, te ofrecerá un empleo: ser su
ayudante en el circo. Aceptarás de buena gana —lo necesitas—, pero hacer esto
solo te llevará a la tumba.
—¿Cómo? —le
pregunté, con más curiosidad que miedo.
Ella se
detuvo, me pidió que observara de nuevo dentro del cristal. En ese momento no
pude ver nada; la esfera había perdido su brillo. Sin embargo, mantuve la
mirada en el artefacto. En verdad quería ver ese fatal futuro que la mujer
profetizaba. Tras una breve pausa, continuó:
—Trabajarás
con él durante un tiempo. Pero cuando se cumplan siete meses a su servicio, te
pedirá que mates a su hijo. —Atónito, me esforcé más en ver dentro del
artefacto que tenía frente a mí. En verdad deseaba mirar esa situación.
—Y eso,
¿cómo me llevará a mi muerte? —me atreví a cuestionarle a la adivina, que claramente
se había dado cuenta de la excitación por conocer mi futuro. Movió sus manos
por encima de la esfera, respiró a profundidad, y prosiguió.
—Morirás
porque cargar con el crimen no es fácil. Será en una de esas noches donde
intentarás ahogar tu culpa. Después de tomar unas botellas, alucinarás con el asesinato cometido. Verás el rostro del varón en todas las personas —un rostro
ensordecedor para tu cerebro— e intentarás huir de la taberna, intentarás huir
del pueblo, intentarás huir del país. Ninguna distancia será suficiente. Finalmente,
en esa tormenta de confusión, volverás a verlo. Te acercarás, con la intención
de matarlo, pero no tendrás fuerza. Serás derrotado por el recuerdo —la
misma cara, la misma silueta— sin ejecutar el crimen. Otro viajero te dejará en
el piso, exánime.
La mujer
concluyó su relato. Salí de la tienda; el sol todavía acariciaba mi rostro. La adrenalina
abandonó mi cuerpo. Una parte de mí quería creerle a la adivina, pero nada
aseguraba que todo eso se hiciera realidad.
Tomé el
mismo camino que usé para llegar, atravesando muchas otras tiendas de
atracciones que conformaban la feria. A cada paso me volvía más escéptico. Mi
cabeza ya estaba en otros asuntos hasta que tropecé con un hombre. Lo ayudé a
levantarse y, agradecido, se presentó ante mí: era el dueño del circo. Halagó
mi fuerza, pues lo había derribado fácilmente. Me ofreció empleo como su
ayudante personal; me dijo que veía algo especial en mí. Sin pensarlo dos
veces, acepté.