Desde Salón de
belleza, Mario Bellatin ha venido desplegando su imaginario a partir de los
cuerpos enfermos y las malformaciones físicas. «La belleza es hoy quirúrgica, química, ortopédica. La mayor
transgresión al modelo de belleza es quebrar el principio de simetría», explica
María Moreno en una cita recuperada por el autor dentro de su novela más
reciente, El libro uruguayo de los muertos. Casi en un parpadeo, la
Nueva Carne de Cronenberg y los infiernos distópicos de J. G. Ballard se asoman.
«Tener el pretexto del texto es fascinante. El pretexto del no texto
más bien. Lo del escribir sin escribir, que me obsesionaba tanto, se hace de
alguna manera real frente a esa experiencia», apunta Bellatin
en esta obra que dirige a un lector anónimo, donde todo parece confluir al
mismo tiempo: la estética del vacío, la lógica de una realidad enfermiza y la
ética del horror cotidiano. Su destreza narrativa combina lo hiperbólico y la
patafísica, al enfermo de sida con el ciego que da masajes en una estación del
metro. Y todo es real.
Las tramas se rigen
por la perplejidad ante lo insólito. Una doble de Frida Kahlo que labora en un
mercado y encarga su mortaja fúnebre se enlaza con unos misteriosos muñecos distribuidos en varios puntos del
malecón de La Habana y a un niño que sueña con unos toreros enanos en el
interior de una casa de muñecas, sobre una azotea en la ciudad de México. El
estilo es acumulativo, en cascada, y la perfección de lo impar nos lleva de una
realidad a otra todavía más deforme, como la cajita azul de Mulholland Drive.
Existe una voz que
reflexiona también sobre los misterios de la resurrección de la carne, el
sufismo y los medicamentos que deterioran el cuerpo. En El libro uruguayo de
los muertos caben las observaciones de tipo sociológico acerca del carácter
trágico del mexicano, los aforismos en clave siniestra y el diario personal.
Bellatin explora la hibridación de géneros como pez en el agua. Un agua tóxica,
de naturaleza clandestina. «Es una
de las reglas fundamentales de esta narración–sacrificarlo todo menos el
contar», escribe.
La ambición literaria de abarcar el todo por las partes remite a otras
de sus novelas, Flores, en la que se explica que a través de una antigua
técnica sumeria es posible construir complicadas estructuras narrativas con la
adición de objetos. Fiel a sus pautas de estilo, el escritor-fotógrafo ha
generado otro biombo japonés con una obra que encuentra en el vacío su
principal motor y donde las cosas ocurren de forma paralela. El no tener nada
que decir junto a la obligación de decirlo genera «sapiencia vacía», señalará
en algún momento.
Además, Bellatin es aficionado a los perros. Hace listas y recupera
anécdotas, adopta, nombra y hace planes para sus mascotas. «Cuando era niño
unos andinos me vendieron un perro, me encariñé, lo llamé Bambi, y una semana
después vinieron a buscarlo. Cuando mi padre les reclamó mataron al perro con
una piedra en el cráneo», recuerda. Precisamente, durante un viaje a la selva
de Loxicha ciertas personas del lugar solicitan la curación de sus males
mediante la adoración de sus dos xoloitzcuintles, y tiene la siguiente
epifanía:
«Experimenté en carne propia, en aquel instante—en el de la consulta
con el perro—, una verdad obvia: que el avance es ilusorio. Que nos trasladamos
dentro de un círculo: en realidades alternas donde todo, un presente, un pasado
y un futuro está conectado de manera tangible. Lo que puede cambiar son
determinados tonos.» Sea pues El libro uruguayo de los muertos leído
como una novela-Aleph, cuyo subtítulo resulta por demás certero: Pequeña
muestra del vicio en el que caigo todos los días. Escribir, probablemente.