septiembre 11, 2013

Tengo una fiesta en mi boca



 
Tengo una fiesta en mi boca
Christian Núñez
  

El Mercado de San Juan es un referente obligado de experiencias gastronómicas. Su oferta de productos de alta calidad lo convierte en uno de los sitios favoritos para expertos y aficionados al buen comer. También para aquellos que, como el autor de esta crónica, les gusta revolverlo todo.


Cuando no hay nada en el refri, hago reciclaje. Revuelvo todo. Jugo sazonador, hierbas finas, salsa BBQ, lo que sea. He vuelto a soñar con mi abuela muerta. De ella aprendí a revolver las cosas. Me dijo en el sueño: hace meses que no te abrazo, cabrón. Pero no quería soltarme. Me asusté un poco. Últimamente he tenido esa clase de pesadillas. Con la abuela muerta, el tío muerto y el abuelo que aún vive, de casi ochenta años, que le puso el cuerno a la abuela con la vecina de enfrente. Llegaba borracho y, aun así, le servían un buen guiso yucateco: frijol con puerco, puchero, queso relleno, chilmole, salpimentado, pan de cazón. Después lo bañaban y al otro día lo mismo. La mayor parte de esas comidas se aderezan con chile habanero. Una vez robé unos chiles en la tienda de la esquina y me madrearon. El tío me arrastró, los devolví entre promesas y humillaciones. Los domingos ponía discos de Amanda Miguel. Éramos una familia feliz. 

Los libaneses emigraron hacia diferentes partes del país a finales del siglo XIX. En Yucatán, pronto ejercieron su influencia en la gastronomía local, que ya había asimilado elementos mayas y españoles. Pero los libaneses fueron más listos. Empezaron a vender telas importadas en el mercado de Mérida e introdujeron el crédito. Se enriquecieron en unas cuantas décadas. Empezaron vendiendo en los portales de granos y luego establecieron tiendas departamentales. Se involucraron en la política. Su participación en la sociedad yucateca es similar a la de los judíos aquí. De modo que mi abuela, sin saberlo, era una chef internacional. Sabía cómo yuxtaponer sabores, insultos, refranes y condimentos. Un poco más y habría sido DJ. Además poseía una memoria prodigiosa, capaz de referir lo que hacía desde que se despertaba, pormenorizadamente, hasta sus diálogos con el carnicero, la señora de los pollos, la tendera, el afilador de cuchillos.

Mi gusto por los mercados viene de ella, y en parte, un poco para exorcizarla, visité el Mercado de San Juan recientemente, con una amiga que vivió en Mérida hace algún tiempo, y que un día se arrojó de unas escaleras. No le pasó nada. Semanas después, mientras veíamos Elegía de un viaje, de Sokurov, cociné otro de mis revoltijos, creo que huevo con longaniza y elotes. Ahora vamos caminando por la calle Regina mientras me cuenta que es adicta a los quesos y apenas ayer entró a un restaurante a comer tapas, con su ex novio, y un señor se vomitó sobre la mesa. La cambiaron de mesa y le obsequiaron una botella de vino Malbec. Pero a mí el señor me valía madres, pedí el cambio de lugar porque había una gorda bien peda diciendo que era la siguiente poeta mexicana del siglo XXI, y pues me dio un chingo de asco, dice. En eso, pasa junto a nosotros una de esas chicas que no sólo les gustan a los hombres, sino a las mujeres también, y salivamos.

El Mercado de San Juan se ubica actualmente en las bodegas de la fábrica de cigarros El Buen Tono, que fuera propiedad del empresario franco-mexicano Ernesto Pugibet, pionero de varios negocios en el país. Precisamente, se ubica en la calle homónima, entre José María Marroquí y Luis Moya, en el Centro Histórico, a cuatro cuadras de la estación San Juan de Letrán. El tianquiztli es famoso por la amplia variedad de productos exóticos que pueden adquirirse en sus pasillos, y porque suele venir a él una fauna diversa, desde políticos hasta intelectuales y artistas. También llegan a sus puestos los estudiantes de gastronomía en busca de ingredientes francamente extraños, que dan un sabor específico a sus platillos. Me recuerda un poco al filme de Greenaway El cocinero, el ladrón, su esposa y su amante por el ambiente barroco, lleno de estímulos sensoriales, y la nobleza de sus vendedores, siempre atentos a la excentricidad ajena.


Ya una vez adentro nos dirigimos a La Jersey para comer quesitos. En el trayecto me impresiono por la belleza de los conejos despellejados, los pavos, los cabritos onda Francis Bacon. Como Cristina ha venido en otras ocasiones, no le es difícil conducirse por la vida, pide una tabla de quesos y esperamos unos veinte minutos. La tabla está decorada con un higo al centro cortado en seis porciones, varias rebanadas de salami, jamón serrano, chorizo español, queso gouda y otras delicias. Nos sirven vino Tempranillo en vasitos de plástico. Untamos el pan en una salsa de tamarindo y aceite de oliva, que pica mucho si no sabes tratar con ella. Voy documentándome acerca de los orígenes del mercado a través de unos artículos de revista plastificados, que han sido cuidadosamente dispuestos en lo que funge como mesa del lugar. Una señora que vende aguas de guayaba y limón con pepino y chía pasa por ahí. Cristina está cruda, no quiere comer, dice que sólo necesita hidratarse.

Me he terminado una tabla completa y Cristina quiere llevar queso rojo con pesto para no perder el tono. Ya se acabó, se disculpa la mujer que nos atiende. A manera de epílogo, nos dan un postre de queso mascarpone y miel de maple. Caminando por los estrechos pasajes, de vuelta a la exploración gastronómica, encontramos un café atendido por un anciano que no deja de dar vueltas y parece prófugo de Alicia en el País de las Maravillas. Cristina pide un té chai sabor moose maple y yo un frappé. Puta madre, tengo una fiesta en mi boca, cómo lo estoy disfrutando wey, dice, y nos cagamos de risa. Siempre terminamos hablando de lo mismo: el desarraigo y la sensación de no tener ya mucho tiempo para planear nuestra vida, los fetiches literarios, las relaciones familiares y, por primera vez, le cuento sobre mi amor platónico, una lolita tabasqueña que conocí cuando tomaba clases de dibujo en el Centro Estatal de Bellas Artes. Cristina quiere ir al baño.

Reviso mi celular. Veo dos llamadas perdidas de un cuate que conocí en Mérida unas semanas antes de venir al DF, afuera de una galería de arte. Supuestamente trataba de pasar inadvertido y no le salía muy bien. Esa noche me mostró su credencial del ejército y me contó varias historias de balacera y narcotráfico. Nos emborrachamos cada fin de semana en lo que decidía mi futuro. Comprábamos cervezas en el OXXO y cruzábamos al parque de Santa Lucía, en el centro histórico de la blanca ciudad. Hacíamos tour etílico. Le gustaba tirar graffitis y quería ser diseñador. Le regalé varios libros de diseño y publicidad, algunos DVD’s, catálogos de artes visuales y un disco de Damien Rice que le obsequió a su odontóloga. Pues bien, ha vuelto provisionalmente a su casa en Cuautitlán Izcalli, le explico a Cristina, lo voy a ver en Bellas Artes a las cinco. Pero nos reunimos la próxima semana, tenemos pendiente Sátántangó: siete horas y media, le digo.

Salgo del mercado y mi abuela está sentada allí, esperándome.



 Imágenes: Ricardo Castro.

Publicado originalmente en La Semana de Frente [28.08.2013]


La vida es sueño. Entrevista con Alfonso Durán Vázquez




LA VIDA ES SUEÑO
Entrevista con Alfonso Durán Vázquez
Por Christian Núñez
   
    
La siguiente entrevista fue producto de varios encuentros y más de 10 horas de grabación —al margen de las conversaciones previas y las que tuvieron lugar off the record. El pintor Alfonso Durán Vázquez (Mérida, Yucatán, 1930) me recibió en su casa para hablarme de viajes, en más de un sentido: ha viajado por el mundo de la fantasía desde sus primeros años; ha viajado por Europa y los principales museos de sus capitales culturales; ha viajado por la soledad y el conservadurismo que las tierras yucatecas brindan a los espíritus sensibles; y ha viajado dentro de sí mismo. Sus relatos son interpretaciones de una realidad alucinante, plagada de rostros invisibles, híbridos zoológicos, rocas marinas, madonas de Perugino y sueños caprichosos. El telón se levanta en el Teatro de lo Imaginario que Don Alfonso tiene en su cabeza.

Sean ustedes bienvenidos.

Nodriza
No tengo temas ni los he tenido. Puedo agarrar temas, digamos, de una manera muy personal. Por ejemplo, sabes que soy pintor de madonas. No me gusta hacer relaciones psicológicas exclusivamente, pero si quieren hacer psicología ortodoxa, fui un niño que casi muere de hambre, porque mi madre no tuvo leche. Siempre crecí con la impresión de que incluso lo que a los animales se les daba gratuitamente, aun en sus formas más primitivas, a mi me fue negado. E ignoro porqué razón no quise aceptar el pecho de ninguna nodriza.

Me moría de hambre, berreaba, me puse en los huesos, y los pediatras les decían cosas primitivas a mis padres: «Pónganle las ropas de su madre a la nodriza.» No sé cuántos días me pasé así. Era un bebé extraño. Toda mi infancia me la pasé calificado de extraño, de niño no común y corriente. Después me acostumbré a eso. Me alimentaban con agüitas y tecitos y cositas así. El doctor se alarmó y dijo: «Si este niño no toma leche de pecho, va a morir de desnutrición. Está ya en las últimas.»

Un día, papá en aquel entonces tenía potencialidad económica y trajo a todas las nodrizas posibles de Mérida, de todos los pueblos, de raza blanca, de raza indígena, a pesar que eran racistas, pero ya no importaba con tal de salvar a su hijo. Y una mujer de Hunucmá vino y me ofreció el pecho, y yo lo tomé. Se me hizo hermosísimo, me conmueve hasta ahora.

Estética maya
No quiero hacer romanticismo ahora que están prostituyendo lo maya, desacralizando los centros ceremoniales como objeto de publicidad, pero éste es un pueblo que amo entrañablemente en las raíces. Tengo raíces profundamente locales —folklóricas jamás.

El arte maya es una estética. Sus grecas, sus trazos, su decoración, su arquitectura, sus murales no pueden ser juzgados desde puntos de vista externos, con una métrica externa. Me impresionó siempre la belleza de los glifos, de los altorrelieves. Tuve la fortuna de encontrar una fotografía que está inconclusa, deslavada, erosionada, que es una deidad de la lluvia derramando lágrimas. Me sentía atraído por esta fantasía. Y la leche que me salvó la vida fue la de una mujer maya. No me preocupa si esto se infiltró en mi sangre española e hizo cortocircuito. Me burlo de estas tonterías. Yo me siento orgulloso de tener estas dos sangres y, por mi bisabuelo, sangre italiana. Soy un cóctel.

Hermana
Nací en un familión donde todos eran adultos. Yo fui el primogénito. Según el patrón latinoamericano, mi hermana mayor murió de una enfermedad gastrointestinal, como morían casi todos los niños en Yucatán, del Trópico, en el primer año de vida. Y según la idealización de los que mueren (siempre he llevado este fantasma a cuestas), de niño me asustaba. Me la describían de tal manera, me la hacían tan presente, que a veces me daba miedo esta hermana que nunca conocí. Me decían que era parecida a la bisabuela: niña de cabellos de lino, muy delgados, rubia, de ojos azules. Finísima. La perdieron. Nazco yo: morenito, flacucho, de nariz como de bisabuelo. Entonces me agarraron y me encerraron en una casona. Nunca aprendí a montar bicicleta, nunca aprendí nada de lo que hacen los otros niños, nunca quiso mi padre construirme una piscina por mínima que fuese, por miedo que me ahogase. Lo único que me permitía era ir a Progreso en temporada. Allá viene otra parte muy importante de mi formación:

El mundo submarino
Con un snorkel me pasaba yo, ya que fui un poco mayor (hasta que me faltaba el aliento y olvidaba que tenía que respirar) investigando los misterios del fondo marino y el dramatismo de las mareas rojas. Me iba por la playa viendo a todos estos seres maravillosos que llegaban para morir: peces sapos con ojos fluorescentes, mantarrayas, cacerolitas, toda la fauna marina. Entonces mi abuela dijo: «Llévate un pañuelo para que puedas ir playando sin que te asquee.» Estas caras, formas y seres fantásticos fueron un descubrimiento para mí. Además, exploraba con un lente de aumento la vida de los insectos, hay millones aquí en Yucatán. Me fascinaba, me horrorizaba, de repente me daba miedo, pero ésta fue mi primera educación fantástica. Y me interesaban más que mis tías, que mi propia familia, los aburridos adultos convencionales.


Híbridos
Hacía pasar a mis personajes por una serie de aventuras. Mis soldados tenían nombre, y yo cogía cajas de cartón, las llenaba de periódico, les echaba alcohol, les prendía fuego y hacía pasar a los soldados por ahí. Empecé a fantasear desde muy temprana edad para no morirme. Y me rodeé de mis grandes amigos, los animales. Tenía perro, patos, pericos, peces, loro y todos los animalitos que podían caer en mis manos. Los llevaba al patio y también capturaba a los grillos más bonitos con una cartera llena de pasto. Muy rojos, muy verdes, muy grises —les ponía un poco de pasto y los metía en mi cartera. Creía que podían vivir conmigo.

Hasta la fecha, como podrás ver, sigo haciendo híbridos zoológicos en mi obra.
  
El Extraño
Los críticos me han dicho que soy pintor marino. Siempre tengo texturas marinas en mi obra. No hay montañas pero sí filamentos y algas. En la secundaria, mi fantasía ya estaba plenamente formada. Antes, me pusieron El Extraño por mis actitudes. En la primaria les hacía preguntas inocentes a los niños: «¿Qué harías tú —cuando pasábamos por la iglesia de San Cristóbal, por donde vivía— si en este momento vieras un ser más grande que la torre de la iglesia, detrás, que extendiera una mano hacia nosotros?» Me dejaron solo. Mis compañeros decían: «Alfonso está loco, completamente.»

Colección Marujita
Era yo un hambriento, toda mi infancia, toda mi adolescencia, toda mi vida aquí fue de hambre. Las únicas obras de pintura que conocía, eran las de las cajas de cerillos de La Central. Solamente por eso sabía que existía la pintura. Una vez, en la papelería La Literaria —que fue también una bocanada de aire fresco— empecé a comprar libros de cuentos de una colección que se llamaba Marujita. Sus dibujos eran a línea, perfectamente hechos. Después supe que eran de ilustradores catalanes e ingleses, muy buenos dibujantes. Y allá recibí mis primeras lecciones de amor por el detalle, de perfección en las proporciones, del valor de la línea. En fin, yo no lo sabía pero estaba absorbiendo esto.

Un día —más grande, iba ya en la secundaria— descubrí un libro, Tratado de la Pintura, y el autor era Leonardo Da Vinci. Fui corriendo y de rodillas le pedí a mi padre que me lo comprara. Era muy caro, valía 6 pesos. No quiso comprármelo nunca. Después lo compré yo, de adulto, para exorcizar esa carencia. Y leí con desencanto que no decía nada. Me hubiese quedado en las nubes. Pero así fue naciendo mi vocación, fueron años de batalla con toda la familia. Hasta caí enfermo. Le dije a mi padre: «No quiero estudiar nada.» Él se puso rígido y me dijo: «Pues no te vas México. No te doy permiso.» Y el último año de preparatoria, a pesar de que estaba entre los primeros lugares en la clase, no tenía las calificaciones de 5 asignaturas. Me hicieron saber que estaba matando a mi padre, a mi madre, que el médico había dicho que se podían volver locos. Me dediqué a no hacer nada, más que vida contemplativa. Me iba a Paseo de Montejo a ver cómo las hormigas acarreaban hojas, y a leer revistas y los cuentos de la Colección Marujita.

Únicamente por un tío que me apoyó, el Dr. Basteris, que habló un día con mi padre, me pude ir a estudiar al DF. «Este muchacho tiene una caída de defensas, tiene una astenia física y psíquica, está anémico, se te va a morir. Ya me dijo que no lo dejas ir a hacerse pintor. Tú decides, tú eres el padre, pero siempre he pensado que una persona tiene más probabilidades de conseguir el éxito haciendo lo que quiere, que si lo obligas a hacer algo contra su voluntad. Y Alfonso, así como lo ves —delgadito, tímido, flacucho, escondido por los rincones—, tiene el carácter suficiente para negarse a lo que tú le impongas. Si no lo dejas ir a México, vas a perderlo. De urgencia necesita unas transfusiones.» Me estaba suicidando, quemando por dentro. Como el Grenouille de El Perfume.
  
DF
Pasaron 11 años durísimos hasta que hice mi primera exposición individual en 1960 (después de mi debut un año antes, en el Salón Nacional de Pintura del Palacio de Bellas Artes). Una época muy ruda. Tuve que trabajar en lo que fuera. Mi padre se arruinó y no solamente no me enviaba lo suficiente para sostenerme en la capital, sino que me mandó a mi hermano menor, que todavía estaba estudiando la preparatoria. Fui reuniendo obra, tenía exagerada autocrítica y destruía todo lo que no me gustaba. No quise entrar a Bellas Artes porque estaba terriblemente politizado. Fue muy dura la formación de esos 11 años, pero al final hice mi primera exposición en las galerías Diana, en la ciudad de México, la de los surrealistas como Varo y Carrington, Alice Rahon, íntimos amigos de Gunther Gerszo. Con Leonora hice grandes migas. Con Remedios, no.


Leonora Carrington
Nos conocimos en el consultorio de un psicoanalista. Leonora siempre estuvo loca, yo siempre he estado loco y nos conocimos en un grupo de psicoanálisis,  con gentes muy heterogéneas, donde había un político, una poetisa, un escritor y una psicóloga teórica de la que nos burlábamos con sadismo. Instantáneamente conectamos Leonora y yo. Bajábamos a tomar un café después de las sesiones terribles, de las que saltaban chispas. Como siempre comulgábamos, torturábamos a la pobre psicóloga. Nos decía: «Ustedes parece que están peleados con la humanidad.» «Después de una guerra, mija, ¿qué esperas? ¿Que yo esté de monja en el Sahara?», le contestaba Leonora. Una vez yo comenté: «Estoy a punto de enloquecer, como en cualquier ciudad de los Estados Unidos, hacer la inauguración en México y salir a matar gente.» Leonora me dijo: «Yo te ayudo.»

Chiki Weisz, su marido, una vez me preguntó: «¿Cómo estás, Alfonso? Te veo con el ceño fruncido.» «Sí —le dije—, estoy muy molesto por esto, por esto, por esto.» Me preguntó: «¿Cuántos años tienes?» » «Treinta y tantos.» «¿Y pintas como pintas? ¿Sabes qué te está pasando? Estás entrando a una etapa en la que te has dado cuenta que el 95% de las cosas de este mundo son mentira.» Y después lo constaté, desgraciadamente.

Surrealismo
No creo en la fantasía, en el ser surrealista o ser pintor fantástico por convicción intelectual. El surrealista tiene un filtro diferente. Lo tenían los más conocidos: Magritte, Dalí, Delvaux, Max Ernst. Cuando los conocí se me hicieron tan familiares. Antonio Souza me lo dijo: «¿Sabes qué, Alfonso? Naciste años atrasado. Si hubieras sido un poco mayor, pertenecerías a este grupo.» Y no: lo confirmé después.

André François Petit
Mira, aquí tengo un recibo por haber entregado 7 cuadros a la galería de André François Petit, la galería tradicional del surrealismo en París. Nos entrevistamos y me dijo: «Me gusta lo que hace, pero tengo un plan que proponerle. Si usted se queda en París 2 años, y me trae todo lo que haga, yo le lanzo en Europa. Su estilo es muy diferente, muy personal. No sé de qué nacionalidad es usted, pero noto cosas de herencia muy antigua.» «Soy mexicano y nací en Yucatán. Ésa es la razón», le respondí. «Está usted aprobado si se puede quedar dos años en París trayéndome todo lo que haga.» Yo acababa de comprar mi pasaje para salir al mes siguiente de Francia, y le dije: «No puedo. No puedo sostenerme económicamente. Se me acabaron mis traveler checks, se me acabaron las becas, tengo que regresar a México.» «Ce dommage —comentó—, su lugar está aquí, se lo digo abiertamente, pero hay un océano entre nosotros.» Prácticamente, no tuve la potencialidad económica de quedarme en París esos dos años. De lo contrario, no estuviéramos hablando aquí.

Perugino
Ya te conté de mi obsesión por la madona del Perugino, ese tríptico que está en la National Gallery. Por poco me muero cuando la vi en persona. Involuntariamente juego con ella: le pongo huevos en toda la cara, o seres marinos, o la distorsiono, la hago bella, la afeo, la hago derritiéndose. Pero siempre es mi gran amor ideal. Nunca me casé, viví tres veces en pareja (eso para los chismosos), pero era un pésimo compañero. No se me da. Mi compañera, mi obsesión, desde los trece años, es la pintura. Esto llenó mi mundo. Mi apetencia de figura femenina —incluso hice a un lado el aspecto material— me la llenaron las Venus de Cranach, las madonas flamencas. Es una cosa muy rara. Una cosa rara más que no me importa.

Un amigo me decía, jugando conmigo: «Esas miradas que les pones a tus madonas, no sé de dónde demonios las sacas. No eran así. Copias a veces textualmente, como la de Perugino, pero todas tus madonas están drogadas. Son viciosas de esta época.»


Insight
Me senté un día en un café, después de comprar material atravesando el Sena, y me senté hasta la esquina. Estuve viendo un puente. «Es el puente que pintó Pissarro, en primavera, en invierno, ¡ése es!» Empecé a tomar vino, empezó a nevar, y pude ver ese mismo día los dos cuadros que pintó Pissarro. La gama de grises, de colores, el paso de día soleado, como cualquier día tropical, al invierno crudo, cerrado, los grises, azules, violetas de la latitud, el cielo plomizo y los blancos de la nieve —eso no se aprende en ninguna academia. Me quedé al día siguiente, no me podía levantar. Incluso lo utilicé; y una de las señoras del comité de acogida a los becarios, que pagaban las becas, me decía: «Usted siempre pone lo mismo. Visita al Louvre, visita a las galerías de Saint-German-Du-Prés.» «Madame, soy pintor, eso es lo que hago», le dije. «Pero no; trabaje, usted no pinta.» «Muy poco. Experimento. Vine a aprender, no vine a enseñar.» De esa manera estudiaba. Ése fue mi aprendizaje: Europa.

Posgrado
Digamos que Europa fue el posgrado. Veía cómo pintaba van Dyke y de dónde nació el pardo Van Dyke, cuando empezaba dando veladuras muy livianas, e iba engrosando, engrosando, engrosando. Como Rembrandt mismo, hasta llegar a las pastas gruesas. Y Van Dyke, a su modelaje. Además eran unos mentirosos. La Condesa Doria de Van Dyke tiene cerca de trece módulos de altura, ¿y sabes cuál es el héroe del cuadro? Su vestido. La cara es una cosita así.  Y el vestido está trabajado en abstracto. Te vas dando cuenta que son inútiles las discusiones: que la pintura abstracta, que la figurativa, que si es surrealista. Toda la pintura es abstracta.

Allá aprendes también el regodeo y —vamos a decirlo groseramente— los órganos que debes tener para estarlos poniendo en cada pincelada. Ves la pasión que pone un Velázquez en sus pastas, ya que observas el encaje de cerca y son puros grumos. No importa la tendencia ni la escuela. Lo importante es ponerte a trabajar y dejarse de especulaciones intelectuales y cosas que no corresponden, para ver si algún día Natura te favorece y puedes llegar a pintar con esta concentración monacal.

Por eso no creo en los que dicen: «Yo viví 200 años en París.» «¿Y qué hizo usted? ¿Después de haber vivido 200 años hace esto? Suicídese en la primera ceiba que encuentre.» Soy un gran errático, soy loco, impulsivo, visceral, pasional, gran amigo, enamorado de la amistad, enamorado del amor, pero en pintura no me pueden tomar el pelo.

Pintar
Para mí pintar es un acto íntimo, siempre lo ha sido. Me siento mal si hay una presencia que pueda ver lo que estoy haciendo. De primera intención me encierro —antes fumaba un cigarro, me hacía tonto, me rascaba la nariz—, escojo mis pinceles, a veces me duermo 10-15 minutos porque no quiero pintar, no quiero enfrentarme al lienzo en blanco (que es el terror equivalente a la página en blanco de los escritores). Después hay un periodo en que el cuadro te absorbe y dejas de tener conciencia del teléfono, del ruido del tráfico, de las voces de los vecinos, y ya estás pintando. Ese estado puede durar horas hasta la madrugada o unos minutos nada más. No creo en el pintor que se levanta a las 9 de la mañana, luego almuerza a las 12 del día, y se sienta a las 4. ¿Para qué? Si esto no es calculable.

Cerrar el círculo
Vine a Yucatán porque siento que es la vuelta. Vine a cerrar el círculo aquí donde no fui amamantado, ahora que me autoamamanté con pintura, música, literatura, el paisaje nevado. Vine a exigir la leche que me fue negada y a producir la parte más importante de mi obra. Si a mis coterráneos no les importa, paciencia. Allí están mis herederos, y ellos sabrán qué hacer. A lo mejor sucede que después de muerto el pintor llegan las grandes loas. Recuerdo que cuando quisieron hacer una retrospectiva en París a Edvard Munch, en vida, para pedirle perdón de que su obra había sido negada por enfermiza, inmoral, sucia, patológica, les dijo él: «No quiero nada.»

Finalmente me siento aceptado y querido por mucha gente: niños, viejos, ancianos, jóvenes. Me siento realizado humanamente, pero tuve épocas terribles. Y si me quitas la pintura, me derrumbo, a nivel del subsuelo, porque la encontré después de mucho sufrimiento y esfuerzo. Pude aferrarme con amor a eso que deseaba amar profundamente, y lo logré.

Epílogo: nota crítica de Eunice Odio
Alfonso Durán Vázquez nació en Yucatán, lugar habitado por el mar. Así es natural que su pintura tenga la particularidad de ser marina o, más precisamente, submarina, aun cuando no se lo proponga. Niño nacido frente al mar; niño que jugó con el mar; que en el mar se metió hasta el espíritu y vive añorando esa parte extraña, temible y maravillosa de la Tierra.

Este pintor, a diferencia de sus compañeros, por lo general no compone sus cuadros con figuras realistas. Influido magníficamente por El Bosco no ha permitido que éste lo arrolle y de las enseñanzas que le ha impartido el gran favorito de Felipe II de España, saca una sabiduría que lo conduce por su propia ruta.

Dueño, como la mayoría de los suprarrealistas, de un oficio que podemos calificar de magistral, se ayuda eficazmente de esa maestría para rodear a sus seres de luminosidades fantásticas, espectrales, que contribuyen, grandemente, a exaltar la imaginación del espectador.

Los sujetos y las atmósferas que crea este pintor, dan la impresión de ser y estar en otros mundos (digamos en otros planetas) y no en la periferia increíble que rodea a los habitantes de la Tierra. Su imaginación desbocada es, entre otras cosas, la demostración patente de cuán poca tiene tanto individuo.

Obras Completas (1996)


Alfonso Durán Vázquez (Mérida, Yucatán, 1930). Pintor y maestro de pintura. A partir de 1949, radica once años en la ciudad de México, donde inicia su formación autodidacta y expone por primera vez en el Salón Nacional de Pintura, en el Palacio de Bellas Artes (1960). En 1964-65 realiza viajes de estudio a Holanda, Francia, Bélgica, Gran Bretaña, Italia y España. En 1968-69 viaja de nuevo a Francia y Suiza, y en 1980-1981 a Norteamérica.

Becado en dos ocasiones por el Gobierno Francés (1964 y 1968). Desde 1968, sus datos biográficos aparecen  en el archivo de la Biblioteca Real de la Ciudad de Londres, Inglaterra. Inclusión en el Diccionario de Biografías Internacionales (Londres, Inglaterra 1968-1970). Invitado a figurar en los International Arts Directories de Londres, Berlín, Roma y Nueva York (1972, 1973, 1974) y en el Who is Who in Art and Antiques de Cambridge, Inglaterra (1974). Diploma al Mérito Who is Who in Arts and Antiques de 1973. Nominado para miembro de la Academia de Letras, Artes y Ciencias Tomasso Campanella de Roma (1974).

Ha representado a México en más de 60 exposiciones individuales y colectivas en Francia, Estados Unidos, Canadá, Líbano y Perú, entre otros. Actualmente radica en Mérida, Yucatán. 
 
Todas las imágenes: Cortesía Alfonso Durán Vázquez.

 Títulos:
1) Madona de la Luna, óleo sobre tela, S/F
  2)  El canto de las medusas, óleo sobre tela, S/F
3) Yocasta y la Esfinge, collage, reproducciones alteradas y óleo, S/F
4) Madona con predela, óleo sobre tela, S/F
5) El ángel de Michael, pastel sobre papel fabriano, S/F

  Publicado originalmente en Origama [15.04.2012]