En Novecientos noventa y nueve, de Cástulo Aceves,
el agente Nepomuceno Castilla debe resolver los
crímenes cometidos en nombre de Arturo Belano.
Recuerdo haber leído a Roberto Bolaño justo cuando ciertos amigos que estudiaban letras hispanas se convirtieron en fieles creyentes y conformaron una secta invisible pero agresiva contra los ateos y, peor aún, los paganos que se atrevían a cuestionarla, principalmente en las borracheras, toda vez que, tras haber leído Los detectives salvajes, 2666, Putas asesinas y demás títulos se creían portadores de autoridad para erigir al autor chileno como la cumbre de la literatura latinoamericana, un iluminado de su propia decadencia que enseñaría el evangelio a los neófitos.
Con esa pátina de mesianismo izquierdista era difícil aproximarse a sus libros sin sentir repulsa, no obstante la experiencia me dejó bastante claro hasta qué punto el fantasma de Bolaño sería indestructible: mis amigos terminaron siendo lo que más detestaban, al arrullo de la publicidad, el marketing, las becas nacionales, quienes eran de izquierda se pasaron a la derecha, alguno acuñó la expresión vividores culturales para autodefinirse, en las presentaciones de libros y openings de artes visuales era posible reconocerlos bebiendo vino y tragando canapés tras haber leído lo nuevo de Alejandro Zambra y lo viejo de Raúl Zurita.
Cuando viajé con ellos a Guadalajara en el contexto de unas jornadas académicas, entre los temas de moda se hablaba de infrarrealismo, pero sobre todo de la reacción violenta contra Octavio Paz, el escritor de las élites intelectuales que durante décadas marcaron el rumbo de la cultura en México, en tal sentido la oposición de Bolaño, incluso las amenazas de secuestrar a Paz eran un síntoma de hartazgo transferido a los más jóvenes, quienes simpatizaban con cualquier ideología antisistema, y perdían un poco la perspectiva entre el heroísmo de rechazar protocolos y los berrinches de ovejas descarriadas.
Lo mejor y lo peor de Bolaño está en su vocación incendiaria de prenderle fuego a falsos ídolos. Desde allí entonces abordo la reseña de Novecientos noventa y nueve (Paraíso Perdido, 2018), de Cástulo Aceves, historia en clave de novela negra que indaga el rastro de Bolaño en el círculo literario tapatío, bajo la identidad de su alter ego Arturo Belano, y los recovecos pasionales de discípulos apócrifos, varios de ellos asesinados por una supuesta logia. Aceves formula preguntas que si bien pertenecen a un registro narrativo ya codificado, fluyen hacia su propio cauce, de modo que la obra es funcional como pieza independiente.
El hilo de la trama no teme arriesgar su postulado base y, de forma sorpresiva, introduce cameos con los editores del sello al que pertenece la propia novela, giro tarantinesco, como parte de los interrogatorios del agente Nepomuceno Castilla, experto en asesinos seriales, para encontrar al autor de los crímenes, por demás crueles, y aunque los arquetipos literarios predominan no es difícil remitirnos al imaginario cinematográfico, surgen referencias pop aquí y allá. Desde luego derribar ídolos nunca será fácil, menos aún cuando se trata de Bolaño, deificado en manos de sus adeptos cuando él mismo era un desmitificador.
Aceves muestra ese conflicto, su melodía es la dialéctica del artista marginado que deviene rockstar, el escritor anti-stablishment absorbido por el mainstream, oh paradojas del liberalismo económico: Fidel Castro con sudaderas Adidas. Y, sin embargo, hay en Novecientos noventa y nueve la suficiente madurez para reírse del real visceralismo y rendirle homenaje sin aparente contradicción, mediante un buen manejo del ritmo, personajes maliciosos pero entrañables, relaciones conyugales deshechas, intriga policíaca y humor negro en grandes dosis, atributos suficientes para leer sus páginas salvajes.
La regla de oro es el escepticismo, la defensa melancólica de ciertos valores literarios por encima de las poses de vanguardia, el llamado al sentido común en tiempos dogmáticos, porque nunca dejan de haber hooligans de las letras que terminan por esgrimir su histeria colectiva, así como intelectuales orgánicos que jamás jugaron fútbol en la terraza del vecino, un poco de ambos se integra al conjunto, entre lo duro y lo tupido, Novecientos noventa y nueve sabe cómo armar ese combo, surfea en el océano de metaficciones con bastante fluidez y no exige la lectura previa de ningún mamotreto.
Como artefacto literario, se vale de la parodia antes de darnos el golpe y como tributo al corpus de Bolaño, siembra dudas respecto a las razones de su prestigio. Aceves no siente la obligación de justificar a ningún personaje, Nepomuceno Castilla posee su propio sistema de valores, se rodea de frikis, escritores amateurs y demás fauna nociva y uno quiere ahorrarle ese vano sufrimiento, pero es parte de la curva dramática por la cual debe ascender y luego desplomarse, solo cuando el caso lo sobrepasa, intuimos lo que hay detrás, los hilos del mundillo cultural, la mafia, la cosa nostra, se manifiestan.
Castilla descubre auténticos fraudes auspiciados por jerarquías de saber y poder, pero en él no hay corrupción, permanece intacto como el toro de Bukowski: y cuando lo sacan arrastrando, nada ha muerto, y el hedor final es el mundo. Los treces capítulos que componen Novecientos noventa y nueve vienen cargados de kryptonita. No traicionan la inteligencia del lector; poseen garra para hacernos sufrir lo justo y necesario. Por su atención al detalle, el riguroso tratamiento de los homicidios y la intempestiva jugarreta del final, es la novela idónea para quienes han establecido con Bolaño una tierna relación de amor-odio.
Novecientos noventa y nueve
Cástulo Aceves
Paraíso Perdido, 2018