Con La carretera, Cormac McCarthy
(Providence, Rhode Island, 1933) obtuvo el premio Pulitzer en el 2007. Una
pieza literaria confirma su calidad con este galardón, pero en el caso de La
carretera hay algo que escapa al prestigio de un reconocimiento. Una nota
cualitativa, una virtud adicional. La historia es austera, narrada desde una
perspectiva omnisciente que en ocasiones brinca a la primera persona. Los
escuetos diálogos ni siquiera tienen guiones. Es como si el lenguaje, después
del holocausto nuclear que sugiere el texto, hubiera sufrido un deterioro
gravísimo. Las corroídas palabras vuelan hacia un mar de cenizas, como los dos
personajes que llevan fuego al sur. Mediante un uso restringido del idioma,
McCarthy le imprime expresividad a su parábola. Una expresividad fúnebre,
mortecina.
El relato no está capitulado, se divide en
fragmentos-esquirlas y, nuevamente, como se ha visto en la prosa contemporánea,
se acude a nombres genéricos para designar a los protagonistas, un padre y su
hijo (a los que simplemente se les llama el hombre y el chico)
que recorren Norteamérica con un carrito de supermercado. La esposa los ha
dejado solos. El padre, en algunas ocasiones, la recuerda. El niño hace
preguntas acerca de la escasez de comida, los hombres que se alimentan de carne
humana, la gente muerta en el asfalto, y, a pesar de tantas desgracias, todavía
conserva su candor.
Para reforzar este ambiente de no man’s land,
McCarthy describe escenarios donde la ceniza, la lluvia, la nieve y las casas
destruidas y saqueadas oscurecen cualquier sentimiento de empatía. «Dios no
existe y nosotros somos sus profetas», dice un vagabundo que los protagonistas
recogen, a petición del chico, para alimentarlo. La confianza, reducida a
escombros, le impide al vagabundo identificarse con su verdadero nombre. «Las
cosas mejorarán cuando todo mundo haya desaparecido», afirma. «Cuando todos
hayamos desaparecido entonces al menos no quedará nadie aquí salvo la muerte y
sus días también estarán contados. En medio de la carretera sin nada que hacer y
nadie a quién hacérselo. Dirá la muerte: ¿A dónde se han ido todos? Y así es
como será. ¿Qué hay de malo?»
En su versión apocalíptica del mundo, el escritor
estadounidense no formula sentencias filosóficas. La carretera habla
sobre una situación límite y crea una parábola del fuego interior recurriendo a
la acción. Dentro del paraíso perdido, la moral se reduce a dos personas
que tratan de sobrevivir a cualquier precio, de cualquier manera, bajo
cualquier circunstancia, con harapos y una tela cubriéndoles la nariz. Sísifo,
trasladado al clima de una catástrofe nuclear, no querría experimentar lo que el
hombre y el chico viven cada jornada empujando su carrito, intuyendo que
mañana se acabará la comida, los antropófagos los matarán, el camino transitado
será inútil y más negro aún. McCarthy, de pocas palabras, únicamente afirma que
las cosas pueden ser insoportables si el fuego desaparece. Esta certeza, dentro
de los lectores, gana un Pulitzer de otra categoría.
«Miró los escalones de madera hasta que bajaban.
Agachó la cabeza y luego encendió el mechero y paseó la llama por la oscuridad
como una ofrenda. Frío y humedad. Un hedor infame. El chico se le agarró a la
chaqueta. Se veía parte de una pared de piedra. Suelo de arcilla. Un colchón
viejo con manchas oscuras. Se agachó y bajó otro escalón con el encendedor al
frente. Acurrucados junto a la pared del fondo había hombres y mujeres
desnudos, todos tratando de ocultarse, protegiéndose el rostro con las manos.
En el colchón yacía un hombre al que le faltaban las dos piernas hasta la
cadera, los muñones quemados y ennegrecidos. El olor era insoportable.
Cielo santo, susurró.
Entonces uno a uno volvieron la cabeza y
parpadearon a la miserable luz. Ayúdenos, dijeron en voz baja. Por favor,
ayúdenos.
Dios, dijo él. Oh, Dios.
Agarró al chico. Date prisa, le dijo. Date prisa.
Se le había caído el encendedor. No había tiempo
para buscarlo. Empujó al chico escaleras arriba. Ayúdenos, decían ellos.
Deprisa.
Una cara barbuda apareció al pie de la escalera. Por
favor, dijo en voz alta. Por favor.
Deprisa. Rápido, por el amor de Dios.
De un fuerte empujón sacó al chico por la
trampilla. Salió el también y luego asió la puerta y la cerró dejándola caer de
golpe y se volvió para levantar al chico del suelo donde había quedado
despatarrado pero el chico estaba ya de pie ejecutando su pequeña danza de
terror. Quieres hacer el favor de darte prisa, dijo entre dientes. Pero el
chico no dejaba de señalar algo que había fuera de la ventana y cuando miró
hacia allí se quedó paralizado. Cuatro barbudos y dos mujeres venían hacia la
casa atravesando el campo. Agarró al chico de la mano. Dios mío, dijo. Corre.
Corre.»