1. La filosofía me ha enseñado a desconfiar, me ha dejado cicatrices mentales.
Si algo es cierto, duda. Si la verdad existe, niégala. Si lo que estoy
escribiendo tiene sentido, arroja una piedra contra el monitor. Los amantes de
la sabiduría juegan a ser perfectos, a tener la razón de su lado, a mofarse del
vulgo. En parte, lo reconozco, la filosofía y la vida son opuestas. En parte,
lo reconozco, pensar y vivir son actividades no sólo diferentes sino
contradictorias una de la otra. Se llega hasta el último razonamiento sobre la
realidad, y la realidad se burla de nosotros. Confiamos en el silogismo, y el
silogismo nos encarcela. Aprendemos un método para entender los hechos, y la
gente, afuera, vive sin método, se divierte antifilosóficamente. Pensar, pensar
en serio, aísla. Motivo por el cual los filósofos son los grandes solitarios,
como si la reflexión se castigara, no con la muerte, sino con algo peor: la
soledad. Te mueres, filósofo, y tus palabras pasan a la historia, tu cuerpo al
cementerio, y las personas, afuera, viven antifilosóficamente. Te mueres,
filósofo, y tu amor a los libros, tu amor a la ciencia, tu filantropía se
reduce a un montón de huesos y cenizas, a una tumba del tamaño de tu cuerpo,
inútil, estrecha, vulgar como tu cuerpo. Y lo inútil que hay en ti cobra vida.
Los opuestos se unen: las cenizas, los gusanos y las letras. ¡Viva la
filosofía!
2. Lo que importa es vivir. Así de simple. Nada de filosofía, si la
filosofía no se aplica a lo real. ¿Quién desea el saber por el saber, a
sabiendas que nunca sabrá nada? No es un juego de palabras. La filosofía tiene
un límite, dictado por el sentido común, por la simple opinión. Vivir, lo que
importa es vivir. No se necesita la filosofía más que para negarla, después de
haberla recorrido, de haber puesto en ella nuestra fe, cándidamente. Después de
tantas lecturas, lo que importa es desaprender, irse por otro camino,
renunciar. Sólo al final de la desesperación se alcanza el verdadero
conocimiento. Logramos calma sólo después de que lo aprendido se vuelve
insignificante. La felicidad, como fin, era más fácil de lograr. No hacían
falta libros. La gente puede ser feliz a cien metros de la filosofía y de las
bibliotecas, de las universidades y los posgrados. Muera la filosofía.
3. Necesitaba este libro para recordar que la filosofía no cambia la
vida, salvo cuando se la deja de tomar en serio. El amor la soledad, de
André Comte-Sponville, reúne tres entrevistas realizadas al filósofo francés en
los años 90, que se publicaron en la ya desaparecida Paroles d’ Aube, y
fueron editadas nuevamente diez años más tarde por Albin Michel, en Paris, y
traducidas al español por Paidós. Magnífico ejemplar, que me sigue deslumbrando
tras la primera leída, la segunda o la enésima. El lenguaje sencillo y la
erudición sin vanidad conquistan al lector, sea o no filósofo. Porque Comte-Sponville
desmitifica el valor absoluto de esta disciplina: «El sabio es quien ya no
tiene necesidad de filosofar: sus libros, si ha escrito alguno, lo cual es más
bien raro, son como balsas abandonadas en la orilla… Eso es lo que muchos no
aceptan y se pasan la vida reparando y retocando su pequeña balsa, con la
esperanza de perfeccionarla, cosa que consiguen con frecuencia. Pero, ¿para
qué, si no atraviesan el río, o si –una vez franqueado supuestamente el río–
llevan durante toda su vida ese lastre? ¿A cuántos les ha llegado la hora de la
muerte agotados bajo el peso de su sistema? ¡Más vale la ligereza de la vida:
la liviandad de la sabiduría!»
Comte-Sponville habla de la experiencia de ciertos momentos cargados de «una
sencillez maravillosa y plena», en los que tiene lugar «la abolición del
discurso, del pensamiento, de lo “mental”: es lo que yo llamo el silencio,
que es como un vacío interior, por así decirlo, pero a cuyo lado son nuestros
discursos los que suenan a hueco. (…) El silencio y la eternidad van siempre
juntos: nada que decir, nada que esperar, puesto que todo está ahí.»
La cita me recuerda al filme Las estaciones de la vida (Kim Ki-duk,
2003), en la que un monje se cubre con papel los ojos y la boca (con la leyenda
silencio) y le prende fuego a su balsa. En varias ocasiones a lo largo
de la primera entrevista del libro (titulada precisamente Más allá de la
desesperanza), Comte-Sponville alude a Buda, aunque no insinúa
acercamientos religiosos ni, mucho menos, el recurso del fuego. Habla de la
soledad, de cómo la soledad es diferente al aislamiento y la considera «un
nombre distinto para el esfuerzo de existir». Y amplía esta afirmación: «Así
pues, la soledad no es el rechazo del otro, por el contrario, aceptar al otro
es aceptarlo como otro (¡y no como un apéndice, un instrumento o un objeto de
sí mismo!), y en este sentido, el amor, en su esencia, es soledad. (…) El amor
no es lo contrario de la soledad: es la soledad compartida, habitada, iluminada
–y a veces ensombrecida– por la soledad del otro. El amor es soledad, siempre,
y no porque toda soledad sea amorosa, faltaría más, sino porque todo amor es
solitario. Nadie puede amar en nuestro lugar, ni en nosotros, ni como si fuera
nosotros. Ese desierto, en torno de sí mismo o del objeto amado, es el amor
mismo.»
El intelectual francés hábilmente moldea la faz negativa de algunas nociones,
entre ellas la de desesperanza, tan llevada y traída por el existencialismo, y
aunque no ofrece la panacea universal reflexiona con sensatez. Ni enaltece lo
sórdido ni se burla de lo humanamente posible. Incluso propone:
«Solamente diré esto: ¡que no tenemos dicha alguna, bien al contrario, más que
en esos momentos de gracia en que no esperamos nada, que nuestra dicha es
proporcional a la desesperanza que somos capaces de soportar! Sí: porque la
dicha sigue siendo nuestro objetivo, por supuesto, y eso quiere decir que no
llegaremos a alcanzarla si no es con la condición de renunciar a ella. Ya lo
decía yo en mis comienzos, me refiero a la introducción del Mythe d’ Icare:
la salvación será inesperada o no será. Porque la vida es siempre decepcionante
y porque no puede librarse uno de la decepción si no es librándose primero de
la esperanza. Porque nuestros sueños nos separan de la dicha en el movimiento
mismo por el que tienden hacia ella. Porque nuestros deseos están muy lejos de
ser satisfechos o, cuando lo son, muy lejos de satisfacernos. Porque, de hecho,
sólo un Dios podría salvarnos, pero no hay Dios, ni hay salvación. Porque se
muere. Porque se sufre. Porque se siente miedo por los hijos. Porque no se sabe
amar sin temer… Ésa es la gran lección de Buda: toda vida es dolor, y si
podemos liberarnos de él, como él mismo señala, sólo es a condición de
renunciar a nuestras esperanzas.»
4. ¿Y entonces? La filosofía, como dije antes, me ha enseñado a
desconfiar. Entregado a ciertas búsquedas, leí los poderosos tratados de sus
discípulos para orientarme. Pensé que adquiriría con ellos las respuestas y no
era más que palabrería, vanas palabras, libros con ideas y conceptos incapaces
de sustituir la experiencia vital. Y luego me cruzo con algo tan sencillo que
siento un golpe bajo a mi orgullo. «Si el mundo y la vida parecen absurdos es
porque no responden a nuestras esperanza. El absurdo desaparece para quien ha dejado
de esperar: no queda más que lo real, la absoluta y simplicísima positividad de
lo real.»
Comte-Sponville agita el entendimiento como si sus ideas nos despertaran de un
sueño dogmático. Libre de teorías, libre de erudiciones presuntuosas, revela
nuestros errores como si platicáramos con él sentados en una mesa. El amor
la soledad brinda una gran lección: «Se trata de aprender a desprenderse o,
como decía Spinoza, de hacerte “menos dependiente” de la esperanza y del temor…
Naturalmente, esto jamás se termina por completo, por lo que nadie es sabio en
toda la extensión de la palabra. Pero la sabiduría está ya en el camino que
conduce a ella. En una palabra, se trata de vivir, en lugar de esperar vivir.»
Y concluye: «¿Qué es la filosofía? Es aprender a vivir y, si es posible, ¡antes
de que sea demasiado tarde!»
¿Y por qué no intentarlo?