enero 16, 2014

El Síndrome Alicia



Irónicamente, el mito de Alicia ha madurado.
   
La lectura de Alicia en el País de las Maravillas nos deja claro que Lewis Carroll (1832-1898) deseaba no haber crecido. Jaime de Ojeda señala en el prólogo de la versión de Alianza Editorial que el escritor inglés, Alicia Liddell y las otras niñas del séquito solían dar juntos largos viajes por el río Támesis, y nada más. Pero el beneficio de la duda perpetúa el mito. Desde mi punto de vista, los materiales artísticos derivados de Alicia se catalogan en dos vertientes. Una softcore, tipo Disney, que no se adentra en temas incómodos y resuelve las cosas de forma casi mimética, y otra hardcore, dirigida a un público maduro, donde se reelaboran los patrones simbólicos de la obra original y se añade malicia psicológica y depravación moral. Lo demás, si Carroll era pedófilo, si había morbo en las fotografías que tomaba, si era desdichado, nunca lo sabremos, y tampoco importa. Su mayor ganancia fue haberse adelantado al surrealismo, sin Breton y los demás caballeros de las ideas absurdas, e inventarse un mundo propio que todavía hoy rinde frutos en las fantasías ajenas. Canciones de rock sesenteras como White Rabbit, de Jefferson Airplane, y videojuegos como el complicado American McGee’s Alice con banda sonora de Chris Vrenna son tan sólo dos excelentes materiales derivados del Síndrome Alicia. Súmenle dibujos animados, novelística, música, cine, moda, artes visuales y tantas versiones, revisiones y perversiones y ya tenemos nuestra primera colección de niñitas traviesas.

Como cuenta la anécdota, Alice in Wonderland nace en compañía de las hermanas Liddell (Alicia, Lorina y Edith) un 4 de julio de 1862 con el título preeliminar de Alice's Adventures Under Ground (Las aventuras de Alicia bajo la Tierra). Después vino su publicación con el nombre actual y las ilustraciones de John Tenniel, un 24 de mayo de 1865 bajo el sello Macmillan. Más adelante, Vladimir Nabokov tradujo el libro al ruso y es increíble que niegue la influencia de éste en Lolita, su obra más famosa. Lolita narra la historia de Dolores Haze, una linda y redondeada teen, medio tonta y medio astuta, que se deja seducir por el esposo de su madre, el profesor Humbert Humbert. Aparte de escandalizar a los estadounidenses de los años 50’s del siglo XX, Lolita también ha servido para designar un popular género en la industria pornográfica, la lencería adolescente, el animé japonés y otros fetiches culturales. Cuarenta años después, en 1996, A. M. Homes publicará en Nueva York El fin de Alice, que revisita los arquetipos femeninos del ruso y el inglés en un sorprendente relato criminal de sangre y sexo. Un pedófilo cuenta desde la cárcel cómo mató a su chica favorita, la impulsiva Alice Somerfield, de doce años y medio, y se alternan sus memorias con las incursiones eróticas de una estudiante obsesionada con un menor de edad. Antes de eso, Alicia era sólo una niña prepúber cayendo en cascada por el agujero del conejo. A partir de El fin de Alice, formularlo así sería un eufemismo, un modo agradable de hacerse el idiota frente a los serial killers.

Por desgracia, los amigos imaginarios del reverendo no eran capaces de invertir el sentido del reloj victoriano. Uno crece, los demás crecen, la infancia se olvida, las niñas se casan y tienen hijos. Llegó el día en que Carroll vivía de recuerdos y escribía cartas nostálgicas a las mismas chicas que alguna vez oyeron sus improvisaciones fantásticas. Por triste que suene, Charles L. Dodgson nunca entendió que sus compañeras eran criaturas mutables y transitorias, no tan apasionadas como él, ni tan excéntricas. “No creo que nunca llegara a comprender que nosotras, a las que había conocido como niñas, pudiéramos dejar de serlo. Pasé unos días en su compañía hace tan sólo unos pocos años, en Eastbourne, y me sentí, mientras estaba a su lado, niña una vez más. Nunca pareció darse cuenta de que había crecido, excepto cuando se lo recordé, y entonces sólo dijo: No importa, tú siempre serás una niña para mí, incluso cuando tengas el cabello gris”, señala Gertrude Chataway. Así era Carroll de insistente y dulzón. A la distancia, percibimos que su soledad fue tan prolongada como sus misivas. “Siempre siento una especial gratitud hacia las amigas que, como usted, me han dado su amistad de niñas y su amistad de mujeres—le escribe a una misteriosa dama. Nueve entre diez de mis amistades con niñas se hunde en el punto crítico «cuando la corriente y el río confluyen», y las niñas amigas, en un tiempo tan cariñosas, se convierten en amistades carentes de interés en las que no siento deseos de fijar mis ojos de nuevo.”  

Por cierto, la versión fílmica de Jan Svankmajer, lanzada en 1988, rediseña los códigos simbólicos de Alicia en el País de las Maravillas con completa libertad de espíritu, así que no esperemos ver una simple traslación del texto victoriano al lenguaje cinematográfico. Se trata del sueño que Svankmajer edifica en base al sueño que Carroll edifica en base al sueño de Alicia Liddell. En pocas palabras, presenciaremos una pesadilla en tercer grado. Muñecas feas, conejos embalsamados, ojos fuera de órbita y animales fúnebres representan sólo un porcentaje mínimo de las alucinaciones que veremos proyectadas, con el permiso del reverendo Dodgson. Así que dejen el té para otro momento. Podrían indigestarse.

Donde la corriente y el río confluyen.


enero 08, 2014

cold fish_asesinato con peces de colores


Cold Fish, de Sion Sono, abraza el gore y el humor negro con un estilo salvaje.

Los amantes del cine asiático ya deben estar acostumbrados a sus extraños giros argumentales y a la sangre que salpica sus historias. El tratamiento de temas tabú es bien recibido y la relativa libertad creativa de sus directores nos predispone al mood carnicero. Cualquier cosa enfermiza y francamente asquerosa puede ocurrir. Celebramos al policía que busca venganza por cuenta propia, torturando al asesino con justicia clínica. Nos inquieta la niña fantasma de cabello largo que se monta en la espalda del fotógrafo. O la profesora que atormenta a sus ex alumnos con fondo musical de Radiohead. El cine asiático ha resuelto ya que su visión es decididamente macabra, oscura cuando menos. En ese orden de ideas, Cold Fish (2010), del director japonés Sion Sono, resulta un ejercicio gore con un sentido de lo grotesco finamente perfeccionado.




La película se inspira en una pareja de asesinos seriales de los años 80 que administraba una perrería y ejecutó a varios clientes. Por una cuestión de funcionalidad estética, Sono sustituye a los perros por peces exóticos y focaliza nuestro interés hacia Shamoto, el gris propietario de un modesto negocio—con mujer e hija—que iniciará un viaje a los infiernos tras conocer a Murata y su esposa Aiko, los asesinos en serie a cargo de un local más grande, el Amazon Gold. Shamoto evoluciona en medio de su crisis adulta hasta alcanzar un punto clave, y a medida que los desmembramientos se hacen más frecuentes, el arco se irá tensando hacia un final explosivo. La cinta retrata la descomposición social en sus múltiples niveles y, más allá del humor negro, incomoda por otras razones. La vida es dolor, le dice Shamoto en una de las escenas finales a su hija adolescente.
El pesimismo que coloca los eventos sanguinarios sobre una plataforma teórica podría remitirnos a otro excelente análisis de la condición humana, que también revisa una nota roja de asesinos seriales: Profundo carmesí (1996), de Arturo Ripstein. Incluso es posible asociar la descarga violenta de Shamoto con las descripciones que Elias Canetti plantea en el ensayo Masa y poder, donde explica que un aguijón de poder depositado de forma hostil tarde o temprano será clavado en alguien más invariablemente. Cold Fish nos instruye sobre los pormenores del asesinato: manipulación, paranoia, desequilibrio psicológico, simple nihilismo. O, como en el caso del pusilánime protagonista, la sangre se convierte en un acto liberador, la única forma de vaciarse por completo de los aguijones que alguien más puso ahí. Aun a costa de uno mismo.



Cold Fish
Sion Sono
Nikkatsu + Stairway, 2010