Me enamoré de un videojuego a los diez años. Era
simplemente increíble. En la colonia donde vivía, un amigo boy scout me rentaba títulos de Super Nintendo
por tres pesos. Así llegó a mis manos Axelay, en
versión japonesa de Super Famicom, la de bordes redondeados. Vaya curvas
inolvidables. Lo jugué muchas veces, y nunca sentí que me hartara, sino sólo
una leve incomodidad cuando lo tenía que devolver. Un día, decidí comprarlo. En
el centro de Mérida [Yucatán] vendían algunos títulos. Fui siempre muy terco, muy obstinado.
Quería ese juego.
Axelay fue lanzado por Konami en septiembre
de 1992 para SNES. Relevo espiritual de Gradius III, este shmup aprovechaba ciertos recursos de la
consola más popular de Nintendo, como el famoso Modo 7 para simular efectos 3D. Otra de sus
hazañas es que alternaba niveles horizontales y verticales, hilvanados por un
cuidadoso apartado gráfico y una magnífica banda sonora, a cargo de Taro
Kudo—responsable del sonido en Super Castlevania IV.
Jugar un matamarcianos así representaba un extraño privilegio. Casi un ritual.
Era encender la consola. Era insertar el cartucho. Era
soplarlo si no lograba leerlo el SNES a la primera. Era desesperarse si con esa
limpieza improvisada no se conseguía ningún resultado. Y era sonreír con el logo de Konami cuando ya las cosas parecían
ponerse feas, y mejoraban. Podía pasarme horas frente a la televisión de casa
de mi abuela, tragar un par de sándwiches de jamón y queso, y seguir jugando
hasta la noche, cuando mi padre llegaba de trabajar. Repetir esa rutina toda la
semana. Todo el tiempo del mundo. Todos los eones.
Axelay me enseñó en qué consiste la inmersión en los videojuegos incluso antes
de que ese término se pusiera de moda. Ya no se trataba sólo de tubos,
estrellas amarillas y princesitas hongo. Había un código de honor, una ética,
una seriedad en la elección de armas y la defensa de tu planeta contra los
malditos marcianos y sus naves enormes, coloridas y hermosas. Había un poderío
sensorial que, con el tiempo, se iría puliendo en futuras obras maestras. Y qué
decir de los enormes jefes de nivel: la
seducción visual y el pavor.
El crescendo en Axelay estaba lleno de majestuosidad. Es
decir, la forma en la que, sin darnos cuenta, nos sumergimos en un vórtice de emociones a medida que avanzamos. El
intrincado collage de balas, texturas, fondos y destellos a diestra y
siniestra. La certeza de que no había vuelta atrás, y que los niveles irían
poniéndose aún más difíciles. Imaginación pura y dura, eso era lo que Axelay estimulaba en la mente de un niño
que salía de clases y se iba directo a la máquina gris como un adicto. ¿Quién
puede contra eso?
Lamentablemente, el equipo desarrollador de este
prodigio fundó Treasure en junio de 1992, lo cual implicó la cancelación
definitiva de su esperada secuela. Sin embargo, vendrían muchos otros platos
fuertes, suculentos y llenos de luz azul. Digamos que fue el comienzo de nuevos
romances. Tal vez lo mejor, para mí, en aquel momento, eran la magia y el
asombro de que algo así existiera. Esa capacidad de sorpresa que la madurez
mental destruye inexorablemente.