Aquí viene de nuevo.
Lo que algunos llaman el canto del cisne. En su caso, un performance. La catarsis como performance. Sexo, alma, espíritu, emoción. Si recuerdas la escena final de Dancer In The Dark—el rostro acongojado de Catherine Deneuve—y ese último grito de I can’t breath, te quedará claro que Björk se había transparentado en Selma Ježková. ¿Qué pensaría Lars von Trier ante ese aullido erosionado? ¿Ante esa muestra de vulnerabilidad y fractura?
Aquí viene de
nuevo.
El dolor, el
placer y sus delicados bordes. La discografía de Björk es amplia y sinuosa [9
discos de estudio] como las curvas mostradas en el video de Jóga, dirigido por Michel Gondry, o esas
formas ondulantes y abstractas que insinúan cuerpos desnudos en Pagan Poetry. El cuerpo, un registro de
nuestra mente agitada. La mente, un estado del alma en éxtasis. Björk, al estilo socrático,
indaga sobre sí misma. Sus demonios interiores son un oráculo: te hablan al oído.
Esas voces extrañas y profundas traducen múltiples fenómenos
emocionales. Hazlo ahora, escucha uno de sus álbumes clave: Homogenic. Su primera obra maestra—tras
un Debut y un Post heteróclitos—enarbola un
potente tracklist que funde
clasicismo, elegancia y plenitud vocal. Tan importante como el OK Computer de Radiohead (ambos lanzados
en 1997), este disco indica un ascenso.
Los sucesores crearán una constelación.
El éxtasis minimal en Vespertine—colaboran Matmos + Zeena Parkins y, también, un coro islandés para la Vespertine World Tour—describe una atmósfera intimista, maternal y gélida. Björk en sus terrenos. La experimentación sonora se radicaliza en Medúlla, donde la voz no es ya un medio sino un fin absoluto. La veta experimental llevada hasta sus últimas consecuencias engendrará portentos espirituales: Vökuró, sobre un tema de Jórunn Viðar.
Apaga las luces.
Aquí viene de nuevo.
Me gusta pensar en Björk como un teremín captando señales cósmicas. Una vez absorbidas,
las emite sobre los adeptos a un tributo órfico. La veo de pie, gritando en un
arranque de histeria, y más tarde, loop
velocísimo, entonando una canción de cuna. La armonía de los opuestos ocurre de
modo desenfadado. Where
is the line?—pregunta. Me recuerda la actitud de los románticos, su deseo de liberar las furias que nos hermanan al monstruo del espejo.
Y quizá no. Tal vez únicamente su aportación a la música sea un síntoma de lo que el hombre quiso lograr en los albores del siglo 21. De su propensión a rezarle a las máquinas. En Aprender a rezar en la era de la técnica, Gonçalo Tavares parte de una imagen vigorosa: un combate de boxeo entre el sonido de la oración y el de la máquina. Si oímos con atención, la islandesa transmite ese mismo ímpetu. La obsesión tecnológica y su contrapunto en deificar a la Madre Tierra:
Los
sonidos de trenes/aves/barcos [I’ve Seen
It All, Earth Intruders] contra
el atronador efecto de los sintetizadores [Pluto,
Declare Independence, Not Get].
Los
murmullos a la noche cósmica, al libre albedrío [Cosmogony, Desired Constellation]
versus la plegaria al microverso patológico en una carta de amor [Virus].
Durante abril de 2012, el Programa Educativo de la Gira Biophilia organizó en Argentina un
taller infantil inspirado en la unión entre ciencia, música y naturaleza. Con sus
proyectos, Björk abre fronteras. La del diseño de modas, también.
Sería ocioso, y a la vez divertido, enumerar sus atuendos iconoclastas,
conceptuales y—dicho sea de paso—sutilmente groseros (el vestido de cisne para
la gala de los Premios Oscar en 2001). Rara avis.
Mientras
el mundo duerme, escuchemos Black Lake.
La crítica ha reconocido ecos del Homogenic
en Vulnicura, su novena placa—de la
cual incluimos esta reseña. Nosotros encontramos al cisne en su
apogeo. Justo cuando muere, renace. Y de qué manera: en el MoMA de Nueva York,
con una retrospectiva [18.03.2012 – 07.06.2015]. Si mañana descubres debajo de
tus párpados un polvo de cenizas, todo tendrá sentido. Björk es un volcán
orgásmico.