Había entrado
en un nuevo infierno. Pero tenía un compañero de infortunio. Se llamaba
Quehenberger, y en mi vida olvidaré ese nombre. El muchacho tenía lo que se
llama raquitismo, y era un tullido de brazos y piernas. Estaba totalmente
demacrado. Era la figura más lamentable que puede imaginarse, causaba la
impresión más lastimosa verlo decir Heil
Hitler y marcar el paso por la Selva de Turingia. A él le pasaba todas las
noches algo mucho peor que a mí: manchaba la cama con sus excrementos. Recuerdo
con toda precisión esta imagen aterradora: en el lavabo de abajo, donde sólo
estaban además los sótanos, le ataron a Quehenberger la sábana manchada de
excrementos alrededor de la cabeza, mientras a mí, a su lado, me trataban los
muslos escocidos junto a los testículos con un polvo blanco. Había encontrado
un camarada, una víctima aún mayor. Educadores y enfermeras, como es natural,
trataban de convencernos también con buenas palabras, pero la mayor parte del tiempo
perdían el control y nos maltrataban. ¡Un chico alemán no llora! Y en la Selva
de Turingia yo no hacía casi más que llorar.