Fleabag es una serie creada y escrita por Phoebe
Waller-Bridge para BBC Three en alianza con Amazon Studios. La empecé a ver una
noche que hacía zapping e intentaba
escapar de opciones seguras, un tanto predecibles (¿Neflix?). Mi hermano tiene
una cuenta de Amazon Prime, así que aproveché la ocasión. No me arrepiento. Vi
las dos temporadas en tres días. Son breves, cada una consta de seis episodios.
Digamos que son como doce rounds de dramedia ácida, referencias sexuales
explícitas, mucha crítica social y una constante ruptura de la cuarta pared.
Todo
muy rápido, a la velocidad de la luz, relampagueante. No puedes reaccionar
porque no sabes lo que te espera, ni por dónde vendrá el próximo golpe.
Poco tiempo después encontré Crashing en Netflix. A simple vista, es fácil darse cuenta que
Phoebe Waller-Bridge dio un tremendo salto de rana entre aquella serie y su
bolsa de pulgas. Puedes notarlo en la producción, el cuidado al detalle—música,
guión, actuaciones—y, en general, por el nivel de cohesión de las partes entre
sí. Hay una amalgama potente de vértigo, desesperación y carcajadas que sacuden
los huesos. Fleabag posee la extraña
cualidad de provocarte risa y llanto simultáneamente. Su magia, poderes y
carisma ganan por knock out.
En
la búsqueda de referentes dramáticos, recuerdo el final de The Killing Joke, con un emotivo pero descarnado diálogo entre Joker y Batman. Risas en
el lodo.
Decir que Fleabag
aborda el difícil entramado de las relaciones familiares sería simplista.
Lo hace, claro, y también explora la sexualidad de una mujer joven [Phoebe Waller-Bridge] que atiende sola un café, tras la pérdida
de Boo [Jenny Rainsford], su mejor amiga. Doble luto: ha perdido también a su madre, y el padre [Bill Paterson] ahora vive con una artista visual
pretenciosa y arribista [Olivia Colman]. La hermana [Sian Clifford] es control freak, está casada con un
patán alcohólico [Brett Gelman] y tiene un hijastro bastante inadaptado [Angus Imrie].
Sin
embargo, el subtexto de la serie se relaciona más con el sexo como catalizador
de la pérdida y la culpa, la muerte y sus efectos devastadores. Lo irreparable.
Con la entrada de un sacerdote [Andrew Scott] que insulta y es perseguido por zorros, la
segunda temporada es todavía más hilarante. La música del intro cambia de free jazz desenfrenado a coros
celestiales. Ahora Fleabag plantea
situaciones místicas entre narices rotas y conflictos carnales, pero jamás
pierde el pulso. De allí, creo, la absoluta devoción de la crítica y los
premios que ha cosechado: la televisión británica la volvió un fenómeno viral.
Pasará mucho tiempo antes de que sus fervientes seguidores la superen. Quizá
nunca lo hagan.
Fleabag
surge justo en la intersección de la risa y el llanto. Cuando no son
opcionales. Como un estornudo y un pedo. Los extremos se unen. Yin-yang.
Fleabag
cuestiona moldes,
patrones y actitudes ridículas mediante un humor visceral que por momentos parece
un bramido disfrazado. Sabe cómo desmontar los mecanismos sociales a través de
la franca exhibición de atrocidades, el golpe directo, la bofetada brutal. En
su aparente dureza, oculta un fragilidad conmovedora: crecer, hacerse adulto; eso
duele. En su cruzada contra la
hipocresía ajena, nos advierte de esa otra hipocresía: la de nosotros mismos
fingiendo ser excelentes personas. Claro que somos cómplices. De eso nos reímos,
por eso lloramos. Corre a verla.