mayo 03, 2017

pessoa etílico

 

Una obra orquestada por heterónimos contradictorios y un alcoholismo inspirador.
 
El 30 de noviembre de 1935, Fernando Pessoa concluye sus andanzas por los viejos cafés lisboetas. Fallece a causa de una cirrosis hepática en el hospital de San Luis de los Franceses, provocada por un alcoholismo crónico. El escritor deja un baúl, que siempre llevaba consigo en sus eternas mudanzas, con 27,000 manuscritos. Es el legado de una vida, cuyo valor ni siquiera los sabios pueden calcular. A la casa de su hermana acudirán los investigadores, varias décadas después. Iremos descubriendo a los heterónimos. Tres de ellos, básicos: Alberto Caeiro (naturalista y bucólico), Ricardo Reis (neoclásico de orientación horaciana) y Álvaro de Campos (máquina futurista y nerviosa). Conoceremos a un semiheterónimo: el tenedor de libros Bernardo Soares, autor de un desconsolado y metafísico Libro del Desasosiego. La caja de Pandora arroja un sinnúmero de personalidades literarias y voces opuestas. Pessoa es todos.

En una carta dirigida a su amigo Adolfo Casais Monteiro, él mismo explica la génesis de su personalidad múltiple. Un 8 de marzo de 1914, cuando escribe los 36 poemas de El guardador de rebaños en lo alto de una cómoda, nace el maestro Caeiro. No obstante, se sabe solo. En 1915, le confiesa a Armando Côrtes-Rodrigues que se adelantó demasiado a sus compañeros de viaje. Y ya nadie—ni siquiera el amor de su vida, la mecanógrafa Ofélia Queiroz—lo salvará de la obsesión por multiplicarse. Pessoa bebe mucho. Es asiduo a la cazalla, un aguardiente de anís. En sus borracheras, se define como “animal, mamífero, placentario, megalómano, con rasgos dipsómanos, poeta, con vocación de escritor satírico, ciudadano universal, filósofo idealista. Soy un degenerado superior.” Ofélia le ruega que cuide su salud. Pessoa no es un niño, pero tampoco escucha. Y todo es tristísimo como una canción de Madredeus. El fado de Pessoa es el alcohol.

En Los tres últimos días de Fernando Pessoa, Antonio Tabucchi reconstruye una agonía en la que los heterónimos despiden a su creador. Al menos, la literatura le rinde honores, porque Pessoa murió en el anonimato. Publicó pocos poemas en algunas revistas. Trabajaba como traductor de cartas comerciales. Tuvo una enorme laguna emocional, un agujero negro carcomiéndole día y noche. Sin el baúl, no habría fama póstuma. Soares lo expresa lúcidamente: «Pienso a veces, con un deleite triste, que si un día, en un futuro al que yo ya no pertenezca, estas frases que escribo perduran como cosa de mérito, tendré por fin quienes me “comprendan”, los míos, mi verdadera familia para en ella nacer y ser amado. Pero lejos de ir a nacer en ella, habré muerto mucho tiempo antes. Seré comprendido sólo en efigie, cuando el afecto ya no compense al muerto de la falta de afecto general que lo acompañó en vida.»

No hay mejor epitafio.





abril 18, 2017

ramírez + said_handshake


La muestra Grado Cero, que se exhibe actualmente en la galería Lux Perpetua, reúne a Gabriel Ramírez y Emilio Said.

 

Batear .300
La obra de Gabriel Ramírez (Mérida, Yucatán, 1938) actúa como un vórtice, con el ímpetu que Juan García Ponce ya señalaba en su ensayo de los Nueve pintores mexicanos [1968]. La tensión de los elementos contradictorios luchando perpetuamente entra por la córnea para traducirse en emociones que nos deslumbran y aturden. Ramírez dice que no sabe en qué consiste la pintura, mientras ahuyenta a Blackie, su gato negro. No hay que verlo como una metáfora—resultaría demasiado obvio—pero sin duda esa imagen esconde un encanto: el de no saber dónde radica el pathos de su obra, ese juego incesante del eterno retorno. Sobre la base de esa pulsión incontrolable, los colores son cantos de sirena que el pintor ejecuta de forma rapidísima: Yo en dos, tres sesiones tengo que terminar el cuadro. Quita, quítate, ándale, Blackie.

Al final de la charla, lo veo hablarme de una película para cerrar el círculo. En Las curvas de la vida (2012), de Clint Eastwood, hay un momento en el que Gus Lobel le dice a su hija: En el béisbol, el que batea .300 veces ya la hizo. Batear .300 significa que le atinas 3 veces a 10 pitcheadas. «Y así es en la vida—explica. Igual me pasa con la pintura, supongo.»
 
Arquitectura molecular
Emilio Said (Ciudad de México, 1970) percibe la pintura como un todo que muta cada vez que es mencionado. Sus influencias van desde Duchamp a Matta Clark, pasando por John Cage y Fernando García Ponce a través de un cuerpo de obra ecléctico y retador, sin dogmas pictóricos. «Todo el tiempo intento construir y después deconstruir, pero siempre hablamos de una obra híbrida. La coherencia estilística no me sujeta en lo más mínimo.» Said expande la noción de extraño arquitectónico, permitiéndose manipulaciones conceptuales y recursos mediáticos múltiples. Sus cuadros también son ensambles. Salto al vacío, una obra de su producción actual, sintetiza la atracción por lo heterogéneo. En ella coexisten arquitecturas, transferencias, deconstrucciones, una noción pictórica, gráfica e intervenciones con letraset. Aprovecho entonces para preguntarle por el vínculo. «Creo que hay que ser muy honestos. Con el maestro Ramírez, el único medio o hilo conductor es la pintura. El diálogo puede ocurrir por los contrastes que detone este encuentro», me responde.

En síntesis, ambos pintores mantienen una postura crítica hacia su trabajo. Plantean universos personales, egoístas en el sentido más feliz de la expresión.
 
Handshake
A partir de las estéticas propuestas, la pintura arroja sus propias conclusiones. Induce a transitar el espacio por vías racionales y emocionales, con el riesgo de caminar por las paredes. Por lo demás, nos encontramos ante un suceso bastante curioso: dos pintores atípicos radicados en Yucatán conversan sin palabras. Somos testigos de que, sin duda, el diálogo existe. 
Ahora, un apretón de manos.
Christian Núñez
Primavera 2017

Texto de sala de la muestra pictórica Grado Cero, una colaboración con Lux Perpetua Art Centre. CONEJOBELGA agradece a Nadia Pérez todas las facilidades otorgadas.





david fincher_simulacros y perversiones


La filmografía de David Fincher está llena de giros imprevistos y pistas desconcertantes.

A principios de 1980, David Fincher (Colorado, Estados Unidos, 1962) se abre paso como técnico en Industrial Light & Magic. Durante esos años, también dirigirá videos musicales y creará Propaganda Films. Alien3 (1992), su primera incursión en el cine, transcurre en una prisión espacial y trae de vuelta a la teniente Ripley (Sigourney Weaver), especie de Juana de Arco perdida en el planeta Fury 161. Fincher no sale ileso de esta primera experiencia, un debut fallido pero sustancioso. Se7en (1995) apunta ya hacia una reflexión madura sobre el mal e introduce la noción del gran teatro del mundo: “Qué marionetas más ridículas somos. Y qué burdo el escenario en que bailamos. No sabemos que no somos nada”, escribe John Doe (Kevin Spacey), el asesino en serie que mantendrá ocupados a los dos detectives de la historia. Uno joven, inmaduro y emocional (Brad Pitt). El otro, incrédulo y frío, a unos días de retirarse (Morgan Freeman).

The Game (1997) es un ejercicio de metaficción con el vacío como telón de fondo, y un final que le saca la lengua a la inmolación de Ripley en Alien3. Un multimillonario (Michael Douglas) recibe un obsequio muy especial de su hermano (Sean Penn), y en algún punto pierde la perspectiva entre realidad y simulacro. “Solo sé que yo era ciego y ahora veo”, le confiesa un empresario desconocido, con White Rabbit de Jefferson Airplane ejecutándose a modo de cántico espiritual. Fight Club (1999) va un poco más lejos en su exploración de los ls--e lap. leen ra a los menos enite Rabbit idad y el simulacro. "icio de mter de videos musicales--e lap. leen ra a los menos enímites. “Tus posesiones acaban poseyéndote a ti”, le dice Tyler (Brad Pitt) al protagonista (Edward Norton). “Tú no eres tu trabajo. Tú no eres el dinero que tienes. No eres el auto que manejas. No eres el contenido de tu billetera. No eres tus pantalones de mierda. Tú eres la materia fecal desobediente del mundo.”




El malestar consumista da pie a una proliferación de clubes de boxeo clandestinos. “No tenemos una Gran Guerra, una Gran Depresión. Nuestra gran guerra es espiritual. Nuestra gran depresión son nuestras vidas”, predica Tyler. Se avecina un desenlace explosivo, por decir lo menos. A estas alturas, Fincher decide dar un giro hacia proyectos más accesibles, como Panic Room (2002), un thriller claustrofóbico de tono convencional protagonizado por Jodie Foster. Luego vendrá Zodiac (2007), la historia de un asesino esquivo y una investigación malograda. Aquí el asunto de la mediatización cobra fuerza: Zodiac no aparece, pero todos quieren ser Zodiac. Fama y crimen se besan las manos. The Curious Case Of Benjamin Button (2008), basada en un relato de F. Scott Fitzgerald, plantea una dolorosa reflexión sobre el tiempo. Un hombre que nace anciano experimenta su juventud a la inversa. ¿La consigna? Nunca es tarde para ser tú mismo.

The Social Network (2010) examina las raíces del simulacro social a través de los orígenes de Facebook—con música de Trent Reznor y Atticus Ross, colaboradores asiduos al ruido inteligente. Antes de volverse multimillonario, Mark Zuckerberg era un chico de 19 años orgulloso, antisocial y pedante. Un geek en apariencia inofensivo y translúcido. The Girl with the Dragon Tattoo (2011) vuelve al tópico literario del Theatrum mundi: el periodista Mikael Blomkist investiga el asesinato de Harriet, la sobrina de un poderoso industrial sueco. Para ello, contratará los servicios de Lisbeth Salander, una violenta hacker con memoria fotográfica. Sin embargo, nada es lo que parece. Gone Girl (2014), un ensayo sobre el matrimonio perfecto y fallido, explora esta tesis en un paisaje diferente: Nick y Amy, una pareja de escritores en problemas, construyen su versión personal del infierno doméstico.

Ya sea por las temáticas oscuras o el refinamiento visual, la filmografía de Fincher mantiene una coherencia interna que, vista en retrospectiva, dibuja interconexiones. Uno de sus proyectos recientes, la serie House of Cards, repite el adagio de The Game—“Todos actúan, todos fingen”—ahora en la Cámara de Representantes de los Estados Unidos. Más que un teatro, el mundo es ahora una sala de cine digital. Una burbuja de aislamiento  colectivo. Y Fincher nos dice: Mantén los ojos abiertos. Desengáñate.