Se llevan libros u otra clase de anotaciones en los que se registran desde hace años todos mis
pensamientos, todos mis giros de lenguaje, todos mis objetos usuales, todas las
cosas que de alguna manera se encuentran en mi poder o en mi cercanía, todas
las personas con las cuales trato, etcétera. Me es imposible decir con seguridad
quién se encarga del registro. Como no puedo representarme la omnipotencia de
Dios como desprovista de toda suerte de inteligencia, presumo que el registro
está a cargo de seres residentes en astros distantes, seres a los que se les ha
dado figura humana, al modo de los hombres hechos a la ligera, pero que por su
parte carecen por completo de entendimiento y a los cuales los Rayos, que son
efímeros, les han puesto, por así decir, la pluma en la mano para la tarea,
desempeñada por ellos de manera enteramente mecánica, de llevar el registro, de
manera que los Rayos que aparezcan después puedan conocer lo registrado.
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Mucho tiempo creí, al recibir
las visitas de mi esposa en Sonnenstein, que en cada ocasión había sido «hecha a la ligera», y
que por consiguiente quizá se desvanecería ya en la escalera o inmediatamente
después de abandonar el hospital; se dijo que sus nervios eran «enquistados»
después de cada visita. En una de sus visitas —el día de mi cumpleaños de 1890—
mi esposa me trajo un poema que quiero reproducir aquí literalmente debido al
profundo efecto que entonces me produjo. Rezaba así:
Antes de que te dé su amor la
verdadera paz
(la serena paz divina),
la paz que ninguna vida
y ningún placer dan aquí abajo,
es menester que el brazo de Dios
te infiera una herida,
que tú tengas que gritar: «¡Dios
mío apiádate,
apiádate de mis días!»;
es menester que desde tu alma
resuene un grito,
y que en ti haya tinieblas,
como antes del día de las
cosas;
es menester que el dolor
te abrume por completo.
Que en tu alma no quede ya ni
una lágrima;
y cuando tú te hayas agotado
en el llanto,
y estés cansado, tan cansado,
entonces vendrá a ti un
huésped fiel:
la serena paz divina, *
antes de que la verdadera paz
te dé su amor.
El poema, cuyo autor no
conozco, me causó tan notable impresión porque la expresión que aparece
repetidamente en él «paz divina» es la designación empleada en el lenguaje primitivo, que yo antes y
después escuché innumerables veces, del sueño generado por los Rayos. En ese
momento me fue casi imposible pensar en que hubiera mediado una casualidad.
*La palabra alemana Gottesfrieden («paz de Dios») significa
también «tregua de Dios.»
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Que los Rayos me incitasen a
una inmovilidad absoluta («Ni el más mínimo movimiento», rezaba la consigna que
se me repitió muchas veces) es algo que tiene, a mi juicio, que ser puesto
también en relación con el hecho de que Dios, por decirlo así, no sabía cómo
comportarse con los hombres vivientes, sino que estaba acostumbrado
exclusivamente al trato con cadáveres o a lo sumo con los hombres entregados a
dormir (soñantes). De ahí surgió la pretensión, ciertamente desmedida, de que
yo en cierta manera me comportase constantemente como un cadáver, lo mismo que una
serie de ideas más o menos insensatas, porque todas iban en contra de la
naturaleza humana.
***
Desde el comienzo mismo de mi
vinculación con Dios hasta el día de hoy, mi cuerpo ha sido incesantemente
objeto de milagros divinos. Si quisiera describir en detalle todos esos milagros podría llenar con
ellos un libro entero. Puedo decir que no existe casi un solo miembro u órgano
de mi cuerpo que no haya sido transitoriamente dañado por algún milagro, ni un
solo músculo que no haya sido tironeado mediante un milagro para ser puesto en
movimiento o paralizado, según fuera el distinto fin que con ello se pretendía.
Aun hasta el día de hoy los milagros que vivo a cada hora son, en parte, de tal
naturaleza que a cualquier otro hombre tendrían que causarle un pavor mortal:
sólo gracias a que me he acostumbrado después de muchos años he llegado a
considerar como insignificantes la mayor parte de los que aún ahora se
producen. Pero en el primer año de mi permanencia en Sonnenstein los milagros
eran de naturaleza tan aterradora que casi permanentemente creí que debía temer
por mi vida, mi salud o mi razón.