Con su abrigo negro y una chistera del mismo
color, el Presidente atravesó la gran puerta de vidrio del vestíbulo, se sumió
en la pálida luz y en seguida se dio cuenta de que había dos soles en el cielo.
Una risa maligna sobresaltó e inquietó un momento al enfermero que lo
acompañaba. «No se preocupe, es totalmente
normal, casi previsto», le dijo de inmediato el Presidente en tono
tranquilizador y se fue a sentar en una silla apartada del jardín.
***
Y estaba, sobre todo, esa
aparición sin fin de los sujetos, unos dentro de los otros, que le dejaba una
sensación de vertiginosa dispersión. Para él empezaba con su venerable padre,
Daniel Gottlob Moritz, que trataba a sus pequeños como cadáveres, los educaba
en el rigor mortis como única
aproximación concedida a la rectitud, los sacaba adelante por la única vía
recta. Y un día el Presidente había tenido que matar a este Padre, pero este
Padre era él mismo y entonces había tenido que matar al Padre del Padre, es
decir, a Dios, que tampoco sabía más que tratar con cadáveres.
***
El primer gesto de gran
generosidad hacia el presidente Schreber por parte del director de la clínica
de Sonnenstein, el doctor Weber, fue concederle el uso de un gran cuaderno de
tela negra. Hasta entonces el Presidente había tratado de escribir con las uñas
en la pared, había trazado palabras con saliva en la mesa y varias veces había
tratado de transformar el tenedor en pluma. Cuando un enfermero le dio el
cuaderno y un lápiz desportillado el Presidente los sopesó un largo momento, se
inclinó ligeramente y dijo: «Gracias, será el diario de los últimos siglos de
la humanidad.»
***
«You know, it’s very hard to say that
God is being fucked.»
***
Muy pronto se supo que el profesor Flechsig se
había encerrado en el pabellón. Durante dos meses fue simplemente objeto de
conversación en voz baja entre los asistentes y los enfermeros. Finalmente, un
día, el afable doctor Weber decidió visitar al Profesor. Tocó discretamente y
en seguida éste le abrió. Vio a Flechsig con botas de hule, un viejo sombrero
en la cabeza y una diminuta pala en la mano: en la oscuridad de la habitación
se distinguían tupidas enredaderas que debían de haber penetrado durante esos
últimos tiempos. El doctor Weber dijo que sólo quería charlar un poco y fue
recibido con serenidad. Hablaron de las últimas novedades, del nuevo cauce que
habían tomado las investigaciones en el instituto, algunos chismes académicos
y, finalmente, hicieron algunas vagas referencias a la situación política. El
profesor Flechsig escuchaba atentamente y respondía con pocas palabras,
perfectamente acordes, aunque su voz parecía quebrada. Después de esa visita
pasaron aún algunos meses: Flechsig no salía nunca de su jardín y se le podía
ver en distintos momentos del día agachado trabajando en sus plantas. Los
enfermeros le llevaban comida del comedor. Ninguno se había atrevido a
preguntarle cuándo pensaba irse. La ocasión se presentó con la visita de un
rígido inspector del ministerio que había encontrado algo que censurar a la
administración de la clínica y por casualidad también había descubierto la
extraña situación del profesor Flechsig, que juzgó escandalosa. Pocos días
después llegó una carta de Berlín que ordenaba desalojar al profesor Flechsig
del pabellón del jardín, que serviría de archivo para una cantidad de
documentos que el inspector había encontrado apiñados en desorden en dos
habitaciones del último piso. El doctor Weber tocó nuevamente a la puerta de
Flechsig, habló otra vez de varias novedades académicas y al final deslizó en
la conversación la noticia de la carta enviada por el ministerio. Flechsig no
se mostró sorprendido, movió apenas la comisura izquierda de los labios: «Jamás me moveré de aquí, este jardín es mío, ya no
tengo nervios, mis tendones se alimentan sólo de las raíces de estos pocos
metros de tierra.» Luego cambió el tema de la conversación.
Un mes después el profesor
Flechsig fue arrastrado a la fuerza por algunos enfermeros que conocía años
atrás y que en su mayoría había contratado él mismo para la clínica. Mientras
lo arrastraban, su cuerpo macizo se resistía como un bloque de piedra y sólo
dijo: «Aunque ya soy únicamente un miserable residuo de los vestíbulos del
cielo, mi cuerpo es la Ciencia y la Ciencia os matará a todos.»