A la usanza de los
personajes dostoievskianos, Martín del Castillo encuentra a la hija de Fernando
Vidal Olmos, Alejandra, en el parque Lezama, un sábado de mayo de 1953.
Y ni siquiera es él quien la encuentra, sino ella quien va en su búsqueda.
Martín—delgado como un personaje del Greco, melancólico, inseguro,
introspectivo, hipersensible—, hijo de una madrecloaca y un
pintor fracasado, pensaba que Alejandra lo salvaría de sus complejos, que el
amor le daría sentido a su vida y a través de ella se realizaría. “Y él
(Martín), que quería algo fuerte y absoluto a que agarrarse en medio de la
catástrofe y una cueva cálida donde refugiarse, no tenía ni casa ni patria. O,
lo que era peor, tenía un hogar construido sobre estiércol y frustración, y una
patria temblequeante y enigmática. Así que se sentía solo, solo, solo:
únicas palabras que claramente sintió y pensó, pero que, sin duda, expresaban
todo aquello. Y como un náufrago en la noche se había precipitado sobre
Alejandra. Pero había sido como buscar refugio en una caverna de cuyo fondo de
pronto habían irrumpido fieras devoradoras.”
Víctima de un incesto del que no se habla abiertamente en la novela, Alejandra
sufre convulsiones y pesadillas; su mundo interior está poblado de fantasmas,
odia a su padre y la sola mención de Fernando, o de los ciegos, le produce un
furor instintivo. Con el fantasma de Fernando sobre ellos, las distancias
emocionales aumentan y Martín se confunde. “¿Qué pasaba con los ciegos? Algo
importante era, de eso no tenía dudas, porque ella había quedado como
paralizada. ¿Sería el misterioso Fernando ese ciego? Y en todo caso, ¿quién era
ese Fernando que ella parecía no querer nombrar con esa especie de temor con
que ciertos pueblos no nombran a la divinidad?”
En Sabato,
pensamiento y narración, Nicolás Cabral asocia el carácter de Alejandra con
el símbolo de lo absoluto. Si ya en El túnel Sabato dotaba de rasgos
totalizadores a María Iribarne, la mujer asesinada por Castel, en Sobre
héroes y tumbas el Absoluto representado por Alejandra se carga de
adjetivos, de contradicciones insondables: “Es el absoluto adjetivado, en toda
su complejidad”, sostiene Cabral.
Una noche,
viéndola dormir, Martín cree ver en Alejandra a una princesa-dragón, un ser
dual, monstruoso, ambiguo, expuesto al fuego que emana de sí mismo. Una
hoguera. Martín fracasa una y otra vez desde el plano sexual/afectivo cuando
intenta ir más allá del fuego. “Pero ese intento de comunicación, que
finalizaría en gritos casi sin esperanza, empezaba ya desde el instante que
precedía a la crisis: no sólo por las palabras que se decían sino también por
las miradas y los gestos, por las caricias y hasta por los desgarramientos de
sus manos y sus bocas. Y Martín trataba de llegar, de sentir, de entender a
Alejandra tocando su cara, acariciando su pelo, besando sus orejas, su cuello,
sus pechos, su vientre; como un perro que busca un tesoro escondido olfateando
la misteriosa superficie, esa superficie llena de indicios, indicios demasiado
oscuros e imperceptibles, sin embargo, para los que no están preparados para
sentirlos. Y así como el perro, cuando siente de pronto más próximo el misterio
buscado, empieza a cavar con febril y casi enloquecido fervor (ajeno ya al
mundo exterior, alienado y demente, pensando y sintiendo en aquel único y
poderoso misterio ahora tan cercano), así acometía el cuerpo de Alejandra,
trataba de penetrar en ella hasta el fondo oscuro del doloroso enigma: cavando,
mordiendo, penetrando frenéticamente y tratando de percibir cada vez más
cercanos los débiles rumores del alma secreta y escondida de aquel ser tan
sangrientamente próximo y tan desconsoladamente lejano. Y mientras Martín
cavaba, Alejandra quizá luchaba desde su propia isla, gritando palabras
cifradas que para él, para Martín, eran ininteligibles y para ella, Alejandra,
probablemente inútiles, y para ambos desesperantes.”