mayo 03, 2017

michel foucault_saber, poder y locura


Las ideas del pensador francés te harán cuestionarte quiénes ejercen control sobre nuestra salud mental.

El pensamiento de Michel Foucault elimina al sujeto del papel protagónico que le había concedido Descartes y lo coloca dentro de la estructura. Al contrario de Sartre, que postula a un sujeto libre y comprometido socialmente con la historia, el sujeto de Foucault se encuentra condicionado por las relaciones de poder: con el estado, las instituciones, el sistema capitalista. Esto, de entrada, coloca al filósofo en una situación de cuestionamiento ante los postulados de la ilustración y su pedantería erudita. Foucault es, fundamentalmente, un analista del poder. Aunque su obra se aparta críticamente de la ideología marxista, retoma el concepto de la razón instrumental, señalado por Adorno y Horkheimer, y demuestra que el poder utiliza a la razón para validarse.

Bajo esta óptica, su ensayo Historia de la locura en la época clásica (1961) rastrea el origen del fenómeno. La nave de los locos (Stultifera Navis) describe precisamente los prolongados viajes que emprendían los enfermos mentales en la primera mitad del siglo XV, arrojados a las embarcaciones con la creencia oscura de que el agua los purificaba. Más tarde, el lugar donde se hacinaban los leprosos fue destinado a quienes padecían enfermedades venéreas y, finalmente, a los dementes. El manicomio reprime y segrega; es un espacio moral de exclusión. Ya instalados en el siglo XVIII, podemos ver a Kant, ícono de la Ilustración, como antítesis del Marqués de Sade, el escritor libertino y ateo que pasó veintiocho años encerrado entre Vincennes, Charenton y la Bastilla.

La reacción al poder genera una contraconducta. “Frente a los enciclopedistas, que se esfuerzan por explicar el mundo a través de la razón y de una exposición de los conocimientos y las técnicas, Sade construye una Enciclopedia del mal basada en la necesidad de una rigurosa pedagogía del goce ilimitado,” señala Élisabeth Roudinesco en Nuestro lado oscuro. Una historia de los perversos (2007). Foucault nos enseña que las sociedades construyen su identidad arrinconando al otro (outsiders, radicales, raros) en el sótano de su edificio teórico, que cualquier forma de ordenamiento presupone un tipo de exclusión, y que la razón puede ser la excusa perfecta para instaurar sociedades totalitarias. La vigilancia opera de forma similar: donde hay poder, surge resistencia al poder, y alguien debe instaurar disciplina—psiquiatras, sacerdotes, policías, tiranos.

La noción de estructura nos muestra cómo cada época construye su propia verdad bajo criterios científicos particulares, instaurando un paradigma de conocimiento relativo y más o menos controlador. En algunos casos, la enfermedad mental puede ser una forma de resistencia/reacción al poder y, en el caso de los artistas, de rechazo a la sociedad disciplinaria. En este sentido, resulta apropiado lo que comenta la psiquiatra española Laura Martín López-Andrade, fundadora del movimiento Revolución Delirante: Si bien la psiquiatría nace para delimitar ese lugar que existe entre lo normal y lo anormal, la locura es un modo de estar en el mundo. Los profesionales de la salud mental no sabemos nada. Es el saber de la locura el que debe guiar el nuestro. Con Foucault, justamente, la locura empieza a recuperar su autoestima.





las pinturas negras de goya

 

Un testamento de caprichos y disparates.

Cuando las mires, presta atención. La gama cromática se reduce a ocres, grises, negros y tonos terrosos. Es la sustancia del final de una vida. Un ciclo que está cerrándose. Lo que también confiere cierto aire macabro, silencioso, espectral a las catorce piezas. Un balance póstumo, para decirlo amablemente. Las realizó en la Quinta del Sordo, a orillas del río Manzanares. Francisco de Goya compra esta propiedad en 1819 y la abandona en 1823, cuando se traslada a Burdeos, donde fallecerá en 1828. La situación física, mental y espiritual que atraviesa—ya no es joven, está a unos años de su jubilación, su espíritu crítico se acentúa y lo envuelve como una cebolla morada—le obligan a depurar su catálogo, ya de por sí oscuro. Con lo más fúnebre de su imaginación ha realizado estos murales. Las pinturas negras. El subconsciente en su más pura expresión diabólica. Provincia de caprichos y disparates. Un teaser del expresionismo que vendrá.  Bestiario de augurios.

Por supuesto, dichas alegorías no son un paseo por el bosque. Te confrontan como espectador, te provocan, se ríen de tu inocencia. Pero quién sería inocente para una España que ya ha visto demasiada sangre. Una sociedad dividida entre progresistas y moderados: monstruo bicéfalo. Con prejuicios y costumbres en caída libre. Brujería, prostitución, inquisidores, miseria y descontento social. Son las musas del pintor, los ecos detrás de las paredes, su materia prima. Aunque se cree que Goya intervino los paisajes bucólicos que decoraban las muros de la finca, y se cuestiona si estos fueron también de su autoría, sin duda fue determinante su deterioro físico para que decidiera transformarlos. A sus setenta y pico años, sobrellevaba un cuadro de tifus. Es curioso cómo la desintegración orgánica pone las condiciones justas para ciertas obras maestras. Piensa en Van Gogh, Artaud, Panero, Rothko. Los enfermos y los dementes. 

El tifus no era el único mal que acorralaba al pintor en su etapa crepuscular. Entre 1792 y 1793 ya había presentado síntomas de intoxicación, posiblemente a causa del plomo contenido en sus pinturas. A raíz de ello le quedó una sordera desastrosa. Otras interpretaciones arrojan diagnósticos más siniestros. Esquizofrenia, sífilis, envenenamiento por mercurio. ¿Qué vería Goya cuando se dispuso a crear su exhibición de atrocidades? ¿El horror, la ferocidad o el triunfo de la muerte? ¿Los desesperados conflictos bélicos? ¿Su propia condición senil? Dimelo tú. La quinta pasa a manos del barón d’Erlanger y en 1874, por encargo del nuevo dueño, Salvador Martínez Cubells procede al arranque de los óleos y su posterior traslado en lienzo al Museo del Prado. Los restos de Francisco de Goya descansan, salvo la cabeza, en Madrid. Y de esa historia no existe ninguna explicación. Simplemente un día, al exhumar los restos, había desaparecido.




pessoa etílico

 

Una obra orquestada por heterónimos contradictorios y un alcoholismo inspirador.
 
El 30 de noviembre de 1935, Fernando Pessoa concluye sus andanzas por los viejos cafés lisboetas. Fallece a causa de una cirrosis hepática en el hospital de San Luis de los Franceses, provocada por un alcoholismo crónico. El escritor deja un baúl, que siempre llevaba consigo en sus eternas mudanzas, con 27,000 manuscritos. Es el legado de una vida, cuyo valor ni siquiera los sabios pueden calcular. A la casa de su hermana acudirán los investigadores, varias décadas después. Iremos descubriendo a los heterónimos. Tres de ellos, básicos: Alberto Caeiro (naturalista y bucólico), Ricardo Reis (neoclásico de orientación horaciana) y Álvaro de Campos (máquina futurista y nerviosa). Conoceremos a un semiheterónimo: el tenedor de libros Bernardo Soares, autor de un desconsolado y metafísico Libro del Desasosiego. La caja de Pandora arroja un sinnúmero de personalidades literarias y voces opuestas. Pessoa es todos.

En una carta dirigida a su amigo Adolfo Casais Monteiro, él mismo explica la génesis de su personalidad múltiple. Un 8 de marzo de 1914, cuando escribe los 36 poemas de El guardador de rebaños en lo alto de una cómoda, nace el maestro Caeiro. No obstante, se sabe solo. En 1915, le confiesa a Armando Côrtes-Rodrigues que se adelantó demasiado a sus compañeros de viaje. Y ya nadie—ni siquiera el amor de su vida, la mecanógrafa Ofélia Queiroz—lo salvará de la obsesión por multiplicarse. Pessoa bebe mucho. Es asiduo a la cazalla, un aguardiente de anís. En sus borracheras, se define como “animal, mamífero, placentario, megalómano, con rasgos dipsómanos, poeta, con vocación de escritor satírico, ciudadano universal, filósofo idealista. Soy un degenerado superior.” Ofélia le ruega que cuide su salud. Pessoa no es un niño, pero tampoco escucha. Y todo es tristísimo como una canción de Madredeus. El fado de Pessoa es el alcohol.

En Los tres últimos días de Fernando Pessoa, Antonio Tabucchi reconstruye una agonía en la que los heterónimos despiden a su creador. Al menos, la literatura le rinde honores, porque Pessoa murió en el anonimato. Publicó pocos poemas en algunas revistas. Trabajaba como traductor de cartas comerciales. Tuvo una enorme laguna emocional, un agujero negro carcomiéndole día y noche. Sin el baúl, no habría fama póstuma. Soares lo expresa lúcidamente: «Pienso a veces, con un deleite triste, que si un día, en un futuro al que yo ya no pertenezca, estas frases que escribo perduran como cosa de mérito, tendré por fin quienes me “comprendan”, los míos, mi verdadera familia para en ella nacer y ser amado. Pero lejos de ir a nacer en ella, habré muerto mucho tiempo antes. Seré comprendido sólo en efigie, cuando el afecto ya no compense al muerto de la falta de afecto general que lo acompañó en vida.»

No hay mejor epitafio.