23.1.12

los epílogos de la infancia

Sobre la obra de Miguel A. Cimé.

Uno recuerda su infancia como el mejor tiempo posible. La cronología es cosa de adultos. Un niño nace para jugar, no para medir intervalos. Juega como si practicara una religión, con los ídolos que tiene a su alcance. Durante un tiempo prolongado, es ecologista: cree que las luciérnagas dominan el mundo. Al rato se aburre, aprende a construir papalotes: su Dios tiene forma de rombo. Un día decide fabricar cientos de barcos de papel por el puro deleite de irse lejos. Se retira y vuelve a conseguir la felicidad.

A un niño no le sobran malos ratos pero los cataliza con la rabia de ser feliz. Un niño visto por otro niño es el aparato más ingenioso que existe: nunca terminan de aparecer y desaparecer. La realidad es un acto de magia. El sueño es una convención de magos y payasos. Despertarse consiste en nunca abrir los ojos. O nunca darse cuenta que están cerrados. La infancia, el sueño y la realidad tejen una sábana con la que un niño duerme sobre la tierra. Para soñar salvajemente.

Al niño que juega con tierra le dicen que no lo haga. Que se lave las manos, se ponga una camisa y aprenda a comportarse. Error. Quienes no se comportan son los adultos, que han olvidado su origen y solo podrán recordarlo en circunstancias difíciles. Al niño, lo difícil se le hace fácil. Vivir, morir, se le hace tan sencillo. La tierra de donde nace, con la que juega, en la que dormirá. El mundo se reduce a jugar con tierra, a querer la tierra como si fuera una madre. Madretierra, tú los traes, tú los miras caer.

El aprendizaje básico de la vida se encuentra en los primeros años. Nunca en los últimos, que son una regresión a los primeros cuando ya no queda mucho tiempo. Cuando el tiempo se ha ido incluso de los relojes. Cuando los adultos se han ido al mundo de los niños. Y cuando los niños ya no están. Son los adultos los que hacen poesía para buscar a los niños perdidos. Exploran lo ausente. Lloran como si estuvieran locos. Desembocan en un clima de nostalgia tardía. El tiempo cobra sus facturas.

La nostalgia es nuestra segunda oportunidad para ser niños. O al menos así lo entiende Miguel A. Cimé con su exposición Niños del camino, actualmente exhibida en la sala 2 del MACAY. El aire bucólico y una espontaneidad naïf se proyectan en los cuadros de este experimentado pintor de la niñez difuminada. La niñez vuelta nube de polvo. Cimé reconstruye una infancia idílica donde la simplicidad de un aguacero es más disfrutable que Disney Channel. Porque antes, cuando llovía, uno intentaba mojarse a propósito.

El óleo en tonos cálidos y fríos reanima las tradiciones infantiles hoy en desventaja por los medios digitales. El internet le cortó la cabeza al trompo. La computadora le mutiló un brazo al columpio. El teléfono móvil traicionó a la bicicleta. Y no se trata de acusar. Eso es fácil de comprender y el público maduro—finalmente, los testigos del cambio de civilización—captarán el enigma de estos trabajos. Su derrumbe, su inocencia. Su lenta caída libre.
Imágenes: MACAY



Su alma se va por los caminos invisibles
del viento y del mar: Ermilo Abreu Gómez.


Publicado originalmente en El MACAY en la cultura,
Diario de Yucatán [23.01.2012]