Se agrupan bajo una sola denominación, pero los melancólicos son
como los ejércitos de Satanás. Y así como cada demonio es diferente, la
melancolía es un infierno vastísimo de humores pegajosos y quemaduras
corporales. El melancólico exprime sus fuegos. Le saca jugo a fobias,
patologías, estados mórbidos y frustraciones. Así Bernardo Soares, en Estética
del Desaliento, escribe tocado por la sabiduría: “Ya que no podemos
conseguir belleza de la vida, busquemos al menos conseguir belleza del no poder
conseguir belleza de la vida.”
Largas jornadas con las neurosis me enseñaron el verdadero camino
a la desdicha, y el melancólico se sabe triste, requiere una sesión de primeros
auxilios, una enfermera, un segundo parto. Dice José Mariano Leyva en El
complejo Fitzgerald que gran parte de la generación de los 80’s y 90’s
arrastra depresiones transmitidas culturalmente. Cierto, pero ya desde el siglo
XVI con El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha se había cultivado
una progresiva moral del fracaso, y antes existía el Libro de Job,
prefiguración de Roquentin en el Antiguo Testamento.
Tristeza y más tristeza, al melancólico le duele vivir, le duele
enamorarse, le duele masticar y le fastidian los excusados. No admite los
engranajes de las cosas. Le gustan los ataúdes, las ambulancias, el mar, los
bolígrafos negros. Se resiste a los lugares comunes del ecologismo, prefiere los
terremotos. “Si pudiéramos quedarnos así siempre: puros y tristes, como
huérfanos; pero no es posible, eso no pasa en la vida”, afirmaba Jean-Paul
Sartre, novelista y francotirador de monstruosidades.
Adán y Eva arriesgaron el paraíso y conocieron la amargura. En el
melancólico, el primer paso en falso de la humanidad inicia con una teología de
retirada y escarmiento. Algún día, cuando el ocio permita la Historia Universal
de las Lágrimas, en fotografías anexas veremos los ojos de Beckett y Cioran, dos
ajedrecistas del silencio y la calma intrauterina. En Breath, Beckett
acota sólo una respiración entrecortada y un largo suspiro en medio de la
basura. La pieza teatral no dura ni un minuto. Cioran sentencia: “El lirismo
absoluto es el lirismo de los últimos instantes”, y nada más falta oír
disparos.
El melancólico roba películas en blanco y negro, escribe cartas de
amor nunca depositadas, explora tiendas de libros usados, ferreterías y
prostíbulos. Suele poner sus dedos entre la cabeza denotando preocupación,
inquietud, fastidio y otras emociones ambidiestras. Muere de cáncer, sífilis,
desastre y locura. Se ahorca, se tira los sesos, prende la chimenea, se corta
los testículos, le deja un argumento de valentía al siguiente infeliz con ganas
de matarse. Ningún melancólico malgasta su vocación suicida.
En los melancólicos se verifica la sentencia de que la música
calma a los leones. Basta revisar la evolución de ambos fenómenos y sacaremos
una conclusión: la tristeza tiene ritmo. Quien llora, emite una serie de
sonidos regulares no exentos de intensidad, crescendos, resonancias. El llanto
es una máquina de ruido, un sintetizador somático, una lenta y tremebunda
teoría musical del cosmos, una zarabanda. Llorar demuestra que algo no
funciona, que la vida no es suficiente, que los gitanos arrojan tinta negra en
las cunas de los recién nacidos.
La melancolía no tiene cura, pues de lo contrario no existirían
clínicas mentales, homicidios, monasterios, tangos ni crepúsculos. Las
obligaciones laborales nos exigen mantener a raya el tigre melancólico, dándole
su comida regularmente, sus trozos de carne cruda con anestésicos. ¡Cuidado,
amigos! ¡Esas son idioteces! ¡La melancolía no es un animal domesticable! ¡Un
demonio no se deja someter!
[Texto e imágenes: conejobelga]