24.10.12

Variedades de la melancolía



Variedades de la melancolía
[08.07.2010]
 
Se agrupan bajo una sola denominación, pero los melancólicos son como los ejércitos de Satanás. Y así como cada demonio es diferente, la melancolía es un infierno vastísimo de humores pegajosos y quemaduras corporales. El melancólico exprime sus fuegos. Le saca jugo a fobias, patologías, estados mórbidos y frustraciones. Así Bernardo Soares, en Estética del Desaliento, escribe tocado por la sabiduría: “Ya que no podemos conseguir belleza de la vida, busquemos al menos conseguir belleza del no poder conseguir belleza de la vida.”  

Largas jornadas con las neurosis me enseñaron el verdadero camino a la desdicha, y el melancólico se sabe triste, requiere una sesión de primeros auxilios, una enfermera, un segundo parto. Dice José Mariano Leyva en El complejo Fitzgerald que gran parte de la generación de los 80’s y 90’s arrastra depresiones transmitidas culturalmente. Cierto, pero ya desde el siglo XVI con El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha se había cultivado una progresiva moral del fracaso, y antes existía el Libro de Job, prefiguración de Roquentin en el Antiguo Testamento.

Tristeza y más tristeza, al melancólico le duele vivir, le duele enamorarse, le duele masticar y le fastidian los excusados. No admite los engranajes de las cosas. Le gustan los ataúdes, las ambulancias, el mar, los bolígrafos negros. Se resiste a los lugares comunes del ecologismo, prefiere los terremotos. “Si pudiéramos quedarnos así siempre: puros y tristes, como huérfanos; pero no es posible, eso no pasa en la vida”, afirmaba Jean-Paul Sartre, novelista y francotirador de monstruosidades.

Adán y Eva arriesgaron el paraíso y conocieron la amargura. En el melancólico, el primer paso en falso de la humanidad inicia con una teología de retirada y escarmiento. Algún día, cuando el ocio permita la Historia Universal de las Lágrimas, en fotografías anexas veremos los ojos de Beckett y Cioran, dos ajedrecistas del silencio y la calma intrauterina. En Breath, Beckett acota sólo una respiración entrecortada y un largo suspiro en medio de la basura. La pieza teatral no dura ni un minuto. Cioran sentencia: “El lirismo absoluto es el lirismo de los últimos instantes”, y nada más falta oír disparos.

El melancólico roba películas en blanco y negro, escribe cartas de amor nunca depositadas, explora tiendas de libros usados, ferreterías y prostíbulos. Suele poner sus dedos entre la cabeza denotando preocupación, inquietud, fastidio y otras emociones ambidiestras. Muere de cáncer, sífilis, desastre y locura. Se ahorca, se tira los sesos, prende la chimenea, se corta los testículos, le deja un argumento de valentía al siguiente infeliz con ganas de matarse. Ningún melancólico malgasta su vocación suicida.

En los melancólicos se verifica la sentencia de que la música calma a los leones. Basta revisar la evolución de ambos fenómenos y sacaremos una conclusión: la tristeza tiene ritmo. Quien llora, emite una serie de sonidos regulares no exentos de intensidad, crescendos, resonancias. El llanto es una máquina de ruido, un sintetizador somático, una lenta y tremebunda teoría musical del cosmos, una zarabanda. Llorar demuestra que algo no funciona, que la vida no es suficiente, que los gitanos arrojan tinta negra en las cunas de los recién nacidos.

La melancolía no tiene cura, pues de lo contrario no existirían clínicas mentales, homicidios, monasterios, tangos ni crepúsculos. Las obligaciones laborales nos exigen mantener a raya el tigre melancólico, dándole su comida regularmente, sus trozos de carne cruda con anestésicos. ¡Cuidado, amigos! ¡Esas son idioteces! ¡La melancolía no es un animal domesticable! ¡Un demonio no se deja someter!  

[Texto e imágenes: conejobelga]