Drama seco, Amor (2012) desarrolla el tema
de la muerte con un tratamiento similar al de anteriores filmes como La pianista
(2001), El tiempo
del lobo (2003) o La cinta blanca
(2009), con la que Michael Haneke obtuvo su primera Palma de Oro en el Festival de Cannes. Amour gana la
segunda, de forma consecutiva, además de los premios a mejor actriz, mejor actor
y mejor director. Su narrativa es ágil y humorística antes del accidente de
Anne (Emanuelle Riva), cuyo esposo, Georges (Jean-Louis Trintignant), es el
primero en darse cuenta de que sufrirá un infarto. Anne sale del hospital con
medio cuerpo paralizado y, a partir de ese momento, la disección fría del
Haneke habitual cobra fuerza. El matrimonio decide enfrentarse a las
circunstancias eludiendo al máximo la autocompasión, y ante la promesa de
Georges de no volver a llevarla a la clínica por ningún motivo, Anne se va
deteriorando a una velocidad regular y trágica. La hija, Eva (Isabelle
Huppert), desesperada y al mismo tiempo impasible, tratará de hacer algo,
inútilmente. Hasta ahí lo anecdótico.
Haneke hace elipsis. Abre con una secuencia típica
de su filmografía (los bomberos entran a la casa de los ancianos y descubren el
cuerpo de Anne sobre la cama) y después se vale de un rewind. La
síntesis mueve el barco. Los elementos de tensión suceden en la cotidianidad y
fracturan el aparente bienestar de los octogenarios. La mayor parte de los
hechos transcurre en el interior de su departamento y, nuevamente, el factor
musical está presente. Schubert y su Improptu, las Bagatelles de
Beethoven. El descenso a la desgracia. La crítica a la burguesía. Pero ahora,
con una peculiaridad: por primera vez el director inserta diálogos y los
protagonistas comunican gestos y situaciones de inmensa ternura. Lo cual
inteligentemente hace más dolorosa la espera. Sin embargo la lealtad con la que
Georges cumple la voluntad de su esposa es inquebrantable; ni siquiera Eva
logra pasar por encima. Nadie saldrá de la casa después del infarto. Y en tanto
llega el fin, lo que antes causaba risa, con los gritos de Anne se transforma
en algo espeluznante. El sufrimiento, la soledad, incluso la aparición de una
paloma.
El libro de Corintios dice que «el amor todo lo
sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta», pero en Amor los actos
valen más que las palabras. Georges le cuenta a su mujer cómo, durante el
funeral de un amigo, alguien lleva una grabadora y reproduce Yesterday de los
Beatles, inesperadamente, ante la risa de los deudos. Diálogos como ése van
apuntalando el miedo del marido y, de forma programática, el verdadero
propósito de la historia se hace presente. Eva sufre porque su madre está
irreconocible, Georges despide a una enfermera, sella con cinta el marco de las
puertas y, debajo de la membrana de aparente suavidad, Haneke provoca que nos
falte el oxígeno. El círculo se cierra con una lógica referencia a El séptimo continente
(1989) y, al abandonar la sala, queda claro que para desestabilizar a los
espectadores no hacen falta monstruos. Basta uno o dos golpes emocionales bien
aplicados y, después, eliminar el clímax. Hacer como si no pasara
nada. Eso obliga a pensar, a darle vueltas a las cosas, produce un efecto a
largo plazo indeleble, como la simple espera de unos resultados médicos.