Sin ánimo de
agotar sus múltiples interpretaciones y la polémica subyacente, la filmografía
de Amat Escalante transita del horror cotidiano a la risa amarga, con la
sensación de que México es una fábrica de surrealismo aún activa. Un espejo
donde la fiesta trágica nos devuelve una calavera, los buenos momentos son el
augurio de pérdidas irreparables y el desencanto generacional prevalece. ¿Qué
diría Octavio Paz sobre la mirada cruel y purpúrea que nos propina el director
mexicano, sin la menor sutileza? ¿O sobre la dimensión simbólico/mística que ha
conseguido su discurso a través de los años? ¿Qué diría Monsiváis sobre los
iconos populares trasnochados, la sumisión femenina y el machismo empedernido
que forman la constelación desfigurada propuesta por Escalante?
Se percibe
una voluntad implacable de abrir las heridas más dolorosas del país:
corrupción, autoritarismo, violencia de género, narcotráfico, disfuncionalidad
familiar. Y también, servirnos un banquete de historias insólitas hasta
volverlas situaciones límite traumáticas, recuperar figuras marginales mediante
actores no profesionales, apelar a un lenguaje crudo, sin retórica, a punta de
escopetazos. Es lo que se observa en Los
bastardos (2008), que une las miserias de dos inmigrantes con un incidente
en el interior de un hogar estadounidense. Y en Sangre (2005), que se desmarca de los cánones comerciales para
mostrar la apatía de un vigilante pusilánime involucrado en la muerte de su
propia hija adolescente, producto de un divorcio.