Al parecer, las relaciones entre el camp
y la cultura de masas se han estrechado.
La culpa de
todo la tiene Platón, quien desde sus Diálogos
ya establecía una clara dicotomía entre original y copia, bello/sublime y
feo/deforme. Y quien, a fin de cuentas, planteaba ya en sus escritos un odio
acérrimo contra los sofistas griegos: esos creativos publicistas de la palabra
que defendían la relatividad de las categorías, costumbres y estéticas
imperantes. La sensibilidad camp se
opone, como ustedes imaginarán, al elitismo del arte refinado. Postula una
guerra de clases, una línea divisoria, una trinchera que defiende la
exageración, lo artificial y el sentimiento de ternura fallida. Lo cursi, pues.
Si Sontag era una intelectual confiable o no, si defendía subrepticiamente los
valores de la alta cultura, si se deleitaba en el tufo camp que desprendían sus
mejores expresiones—eso, amigos, es tema de otro cuento.
Juan
Gabriel, quien a raíz de su muerte reavivó una polémica en torno a su estilo de
composición, a sus aleteos barrocos y a la exageración engolosinada de sus
estribillos, es un ícono dispuesto para el tema. «Muchos ejemplos de camp lo
constituyen cosas que, desde un punto de vista serio, son mal arte o kitsch.» En esta frase de Sontag se sintetiza
la esencia del estilo que Juanga ostentaba y presumía: el amor a lo exuberante,
la búsqueda de lo sublime artificioso, cohetes y trompetas incluidas. José
Amícola lo acota de modo distinto: «El camp nace como un guiño al ghetto
homosexual que aúna la parodia de la idea de lo femenino según aparece en la
mente masculina, con la entronización de un gusto nostálgico del pasado (en
busca de la imagen de la Madre).» ¿Y acaso la canción Amor eterno, del Divo de Juárez, no es justamente eso?