Este polo, es decir, el punto más alejado de los hombres
en todo el reino, se encontraba en el macizo central de Auvernia,
aproximadamente a cinco días de viaje de Clermont, en dirección sur, en la cima
de un volcán de dos mil metros llamado Plomb du Cantal.
La montaña era un cono gigantesco de piedra gris plomo y
estaba rodeada de una altiplanicie interminable y árida donde sólo crecían un
musgo gris y unas matas grises entre las cuales sobresalían aquí y allá rocas
puntiagudas, como dientes podridos, y algún que otro árbol requemado por el
fuego. Esta región era tan inhóspita, incluso en los días más claros, que ni el
pastor más pobre de la misérrima provincia habría llevado hasta allí a sus
animales. Y por las noches, a la pálida luz de la luna, su desolación le
prestaba un aire que no era de este mundo. Incluso el bandido Lebrun, nacido en
Auvernia y muy buscado por la justicia, había preferido trasladarse a Cèvennes,
donde fue cogido y descuartizado, que ocultarse en el Plomb du Cantal, en donde
seguramente nadie le habría buscado ni encontrado, pero donde habría hallado la
muerte para él todavía más terrible de la soledad perpetua. Ningún ser humano
vivía en muchas millas a la redonda y apenas algún animal de sangre caliente,
sólo unos cuantos murciélagos y un par de escarabajos y víboras. Hacía décadas
que nadie había escalado la cima.
Grenouille llegó a la montaña una noche de agosto del año
1756. Amanecía cuando se detuvo en la cumbre, ignorante aún de que su viaje
terminaría allí. Pensaba que era sólo una etapa del camino hacia aires cada vez
más puros y dio media vuelta para que la mirada de su nariz se paseara por el
impresionante panorama del desierto volcánico: hacia el este, la extensa
altiplanicie de Saint-Flour y los pantanos del río Riou; hacia el norte, la
región por donde había viajado durante días enteros a través de pedregosas y
estériles montañas; hacia el oeste, desde donde el ligero viento de la mañana
sólo le llevaba el olor de la piedra y la hierba dura; y, por último, hacia el
sur, donde las estribaciones del Plomb se prolongaban durante millas hasta las
oscuras gargantas del Truyére. Por doquier, en todas direcciones, reinaba
idéntico alejamiento de los hombres, por lo que cada paso dado en cualquier
dirección habría significado acercarse a ellos. La brújula oscilaba, sin dar
ninguna orientación. Grenouille había llegado a la meta, pero al mismo tiempo
era un cautivo.
Cuando salió el sol, continuaba en el mismo lugar,
olfateando el aire, intentando con desesperado afán encontrar la dirección de
donde venía el amenazador olor humano y, por consiguiente, el polo opuesto
hacia el que debía dirigir sus pasos. Recelaba de cada dirección, temeroso de
descubrir un indicio oculto de olor humano, pero no fue así. Sólo encontró
silencio, silencio olfativo, por así decirlo. Sólo flotaba a su alrededor, como
un leve murmullo, la fragancia etérea y homogénea de las piedras muertas, del
liquen gris y de la hierba reseca; nada más.
Grenouille necesitó mucho tiempo para creer que no olía
nada. No estaba preparado para esta felicidad. Su desconfianza se debatió
largamente contra la evidencia; llegó incluso, mientras el sol se elevaba, a
servirse de sus ojos y escudriñó el horizonte en busca de la menor señal de
presencia humana, el tejado de una choza, el humo de un fuego, una valla, un
puente, un rebaño. Se llevó las manos a las orejas y aguzó el oído por si
captaba el silbido de una hoz, el ladrido de un perro o el grito de un niño.
Aguantó durante todo el día el calor abrasador de la cima del Plomb du Cantal,
esperando en vano el menor indicio. Su suspicacia no cedió hasta la puesta de
sol, cuando lentamente dio paso a un sentimiento de euforia cada vez más
fuerte: ¡Se había salvado del odio! ¡Estaba completamente solo! ¡Era el único
ser humano del mundo!
Un júbilo inaudito se apoderó de él. Con el mismo éxtasis
con que un náufrago saluda tras semanas de andar extraviado la primera isla
habitada por seres humanos, celebró Grenouille su llegada a la montaña de la
soledad. Profirió gritos de alegría. Tiró mochila, manta y bastón y saltó,
lanzó los brazos al aire, bailó en círculo, proclamó su nombre a los cuatro
vientos, cerró los puños y los agitó, triunfante, contra todo el paisaje que se
extendía a sus pies y contra el sol poniente, con un gesto de triunfo, como si
él personalmente lo hubiera expulsado del cielo. Se comportó como un loco hasta
altas horas de la noche.
[…]
Se sabe de hombres que buscan la soledad:
penitentes, fracasados, santos o profetas que se retiran con preferencia al
desierto, donde viven de langostas y miel silvestre. Muchos habitan cuevas y
ermitas en islas apartadas o—algo más espectacular—se acurrucan en jaulas montadas sobre estacas que se balancean en el aire,
todo ello para estar más cerca de Dios. Se mortifican y hacen penitencia en su
soledad, guiados por la creencia de llevar una vida agradable
a los ojos divinos. O bien esperan durante meses o años ser agraciados en su
aislamiento con una revelación divina que inmediatamente quieren difundir entre
los hombres.
Nada de todo esto concernía a Grenouille, que no pensaba
para nada en Dios, no hacía penitencia ni esperaba ninguna inspiración divina.
Se había aislado del mundo para su propia y única satisfacción, sólo a fin de
estar cerca de sí mismo. Gozaba de su propia existencia, libre de toda
influencia ajena, y lo encontraba maravilloso. Yacía en su tumba de rocas como
si fuera su propio cadáver, respirando apenas, con los latidos del corazón
reducidos al mínimo y viviendo, a pesar de ello, de manera tan intensa y
desenfrenada como jamás había vivido en el mundo un libertino.