A finales de los 80’s, antes del éxito de Las partículas
elementales —uno de los libros clave para entender qué pasó con la
generación del 68 en Europa—, Houellebecq escribe el ensayo biográfico H. P.
Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida. Y abre el primer capítulo con
la siguiente declaración de guerra: La vida es dolorosa y decepcionante.
La tesis principal de sus libros posteriores aparece ya aquí, vivita y
coleando. Su modus operandi se divisa. Houellebecq disfruta modelar en
barro la imagen de seres marginales y encantadoramente misántropos. Como Bruno,
Michel y la pléyade fracasada de Las partículas elementales.
Lovecraft fue un antisocial, un freak. Dejó una obra vasta,
plagada de monstruos pesadillescos que actúan dentro de un ciclo de horror
materialista, en círculos concéntricos, hasta llegar a la Maldad Innombrable.
Se casó una sola vez, y fracasó. Pasó una breve temporada en Nueva York y no
consiguió vivir de la literatura. Se divorció, quizá destinado a
escribir sus grandes textos. Racista, aristócrata, refinado, culto; le fue
bastante mal. Houellebecq lo reivindica. Una sola diferencia: éste goza de
fama, dinero y una reputación indiscutible como enfant terrible.
Lovecraft, no.
“Lovecraft sabe que no tiene nada que ver con este mundo. Y
siempre sale perdiendo. Tanto en la teoría como en la práctica. Ha perdido la
infancia, también ha perdido la fe. El mundo le asquea, y no ve motivo alguno
para suponer que las cosas pudieran ser de otro modo si mirase con más
atención. (…) Pocos se han sentido tan impregnados como él, tan cansados
hasta los tuétanos por la nada absoluta de cualquier aspiración humana. El
universo no es más que una furtiva disposición de partículas elementales. Una
figura de transición hacia el caos. Que terminará arrastrándolo consigo. La
raza humana desaparecerá. Aparecerán otras razas, que desaparecerán a su vez.
Los cielos serán glaciales y estarán vacíos; los atravesará la débil luz de
estrellas medio muertas. Que también desaparecerán. Todo desaparecerá. Y los
actos humanos son tan libres y están tan desprovistos de sentido como los libres
movimientos de las partículas elementales. ¿El bien, el mal, la moral, los
sentimientos? Meras «ficciones victorianas». Sólo existe el egoísmo. Frío,
intacto y resplandeciente. (…) Es obvio que la vida no tiene sentido. Pero
tampoco la muerte. Y es una de las cosas que hielan la sangre cuando uno
descubre el universo de Lovecraft.“
La ventaja de este siglo es el cinismo. Si Lovecraft hubiese
redactado los mitos de Cthulhu en París bajo la identidad de Houellebecq, la
suerte no le habría dado la espalda. Hoy está permitido regodearse en el
malestar occidental porque es un lugar común. Si gritamos “¡El mundo apesta, la
vida es decepcionante!”, recibiremos aplausos. Houellebecq, en representación
de Lovecraft, hoy baila con el diablo. “Es fácil darse cuenta de la razón por
la que la lectura de Lovecraft constituye un paradójico consuelo para las almas
cansadas de la vida. De hecho, podemos aconsejársela a todos aquellos que, por
un motivo u otro, llegan a sentir una auténtica aversión por la vida en
todas sus formas. En algunos casos, el colapso nervioso que provoca una primera
lectura es considerable. Uno sonríe solo, empieza a tararear melodías de
opereta. En resumen, la mirada que dirige a la vida se modifica.”
H. P. Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida consta de tres secciones que
articulan los principales acontecimientos biológicos y artísticos del escritor
nacido en Providence, Rhode Island, y muerto en el mismo lugar (1890-1937). El
libro dura lo que un coito: demasiado bueno, demasiado breve, demasiado
disfrutable. Ni siquiera sabes porqué tiene que llegar a su fin. Te enteras que
Lovecraft mantuvo correspondencia con amigos por años y que en un principio
escribía para deleite propio. Que su único gran amor fue Sonia Haft Greene, con
la que vivió dos años en Brooklyn (ciudad que marca su escritura de modo
irreversible) antes de regresar a casa de Lillian Clark, la mayor de sus tías,
y divorciarse tres años más tarde (“Pobre Lovecraft, pobre Sonia”, escribe
Houellebecq). Los llamados “grandes textos” son ocho, escritos entre 1926 y
1934: La llamada de Cthulhu, El color surgido del espacio, El
horror de Dunwich, El susurrador en la oscuridad, En las montañas
de la locura, Los sueños de la casa de la bruja, La sombra sobre
Innsmouth y En la noche de los tiempos. En éstos, aplica el
vocabulario científico con fines poéticos, la fisiología animal, la
nomenclatura de la paleontología y la terminología lingüística, precisión
quirúrgica para decir lo innombrable, para nombrar el odio. Houellebecq
afirma que en sus relatos Lovecraft manifiesta una aversión categórica por el
dinero y el sexo, y ninguno de esos factores inquieta a sus personajes, que
suelen pasmarse frente a la inmensidad del terror cósmico.
“Toda gran pasión, ya se trate de amor o de odio, termina
produciendo una obra auténtica. Podemos lamentarlo, pero hay que reconocerlo:
Lovecraft se sitúa más bien del lado del odio; del odio y del miedo. El
universo, que intelectualmente se concibe como indiferente, se vuelve
estéticamente hostil. (…) Su obra de madurez siguió siendo fiel a la postración
física de su juventud, transfigurándola. Ahí radica el secreto profundo del
genio de Lovecraft, ahí nace el límpido manantial de su poesía: logró
transformar su asco por la vida en una hostilidad activa.”
Lo interesante de las conclusiones del francés viene de su
inversión de la estética lovecraftiana en sus futuras obras de ficción:
auténticos infiernos en la Tierra, donde el dinero y el sexo determinan la
conducta de los hombres, donde nadie es hombre, sino una especie en peligro de
extinción que repta incesantemente por un poco de cariño, de empatía, de
afecto. Donde el afecto se otorga bajo condiciones lastimeras, de profunda
humillación y autohumillación emocional. Donde la única salida es el exterminio
de la especie humana mediante la manipulación genética para construir seres
desprovistos de órganos sexuales y lisiados emocionalmente.
Casualidades míticas. “Del mismo modo que Kant desea establecer
los fundamentos de una moral válida, «no sólo para el hombre, sino para
cualquier criatura racional», Lovecraft desea crear un universo fantástico
capaz de aterrorizar a cualquier cristiano dotado de razón. Por otra parte, los
dos hombres tienen otros puntos en común; además de su delgadez y su afición a
los dulces, podemos señalar la sospecha que pesaba sobre ambos de no ser del
todo humanos. Sea como fuere, el «solitario de Königsberg» y el «recluso de
Providence» se dan la mano en su voluntad heroica y paradójica de pasar por
alto a la humanidad.“
En conclusión, Houellebecq aprecia el ataque frontal. Sus novelas
y ensayos no cesan de repetirnos “Sí: la vida es dolorosa y decepcionante, es
un fracaso, un gran error.” Hagámonos budistas.