Comencé a escribir porque en la primaria, en cierta
ocasión, intercambié cartas con una alumna de otra ciudad, y aquella sensación
de enviar y más tarde quedar a la espera de correspondencia tenía, no sé, algo
mágico y profundo, serio y divertido al mismo tiempo, muy a la Bartleby.
Comencé a escribir porque luego, rodeado como estuve de
médicos y enfermeras en el hospital de la vida, necesitaba una terapia alterna
para sobrellevar todo eso, era mi modo de hacer magia, de invocar la presencia
de Houdini, y emprender un viaje menos doloroso.
Comencé a escribir porque durante la adolescencia,
tímido por carácter y convicción, la poesía liberaba el flujo de ciertas
emociones, y con ella me iba purificando, fortaleciendo, con ella solamente
curaba y empeoraba mis accesos de neurosis, la búsqueda de la belleza y el hilo
negro.
Comencé a escribir porque no hay hilo negro. Porque la
poesía es insuficiente. Porque vivir es insuficiente y las emociones también lo
son. Porque algo tiene que haber más allá de toda insuficiencia. Y en ese lugar
extraño, en esa boca del lobo puntiaguda y peligrosa todavía existe un hombre
con su cuaderno.