Mediante un estilo de resonancias góticas,
Los pequeños macabros, de Yesenia Cabrera,
indaga con crudeza en el nihilismo cósmico.
Have you gone down
In the dark where none is welcome?
Dark Day, No, nothing, never
Los Pequeños macabros (Paraíso Perdido, 2020) obtuvo el Premio Estatal de Cuento de Tlaxcala «Beatriz Espejo» 2018. Bajo el pseudónimo Joyce Ligotti, Yesenia Cabrera hace un guiño al escritor de culto estadounidense y organiza una serie de ficciones violentas. Dividido en 5 módulos y un epílogo, además de un potente relato introductorio titulado 13, que recomienda el viejo adagio de no hacer tratos con el diablo, el libro inspira la misma sensación de tragedia, vértigo y morbo al ver un accidente automovilístico desde la ventanilla del automóvil. Atrocidades que bien podrían pasar por crónicas, muertes súbitas en situaciones inesperadas, imágenes de una crudeza naturalista, el bestiario es diverso y divertido. Que la autora cite a Stephen King o Edward Gorey en sus epígrafes en cierto modo tranquiliza. Uno sabe que está en buenas manos. O en sentido inverso: que el libro ha caído en las nuestras y llegaremos hasta el final. Entre monstruos no hay nada que temer.
La nada, como aspecto fundamental de la vida, nos enseña los bordes del abismo. Más allá se dibuja un enorme agujero negro. En su seno la nada es un bucle o serie de fractales, álbum familiar del cosmos lleno de cuerpos putrefactos, gusanos y bacterias, cuaderno de contabilidad escrito por un autista metafísico. Se aprende, con el paso del tiempo, a reconocer esos límites, carencias o particularidades del sinsentido. Les conferimos valor estético. Los disfrutamos cínicamente. Pero la vida enseña que, tarde o temprano, su propio valor es el cero absoluto. Bienvenido entonces, animal bastardo, hijo de un plan superior fallido.
El esfuerzo evidente por declarar afinidades, delimitar una franja y cavar hasta el fondo es otro de los atributos que Yesenia Cabrera muestra en su ópera prima. Lápidas, huesos y esquirlas conforman una economía del horror con resonancias góticas. De forma inexplicable, uno siente la atracción del vacío. En memoria de Frankenstein, nos dejamos subyugar por criaturas bestiales que alguna vez fueron humanas. Si la lectura fuese un búnker, en el encierro aprenderíamos lo necesario para evitar cualquier tentativa de socialización. La especie humana va directo al matadero. Respirar es tan solo un trámite. Una ficha fúnebre. Si en el transcurso de la catarsis explotamos en carcajadas, todo habrá valido la pena. En cuanto a humor negro, Los pequeños macabros brinda una terapia más poderosa que la de cualquier frasco de Fluoxetina. Vamos a reír en serio, de nuestra muerte y la de quienes amamos. De nuestras convicciones y las ajenas. A lo lejos ningún horizonte, ningún pájaro, ninguna señal.
Y así con todo. Así también los colmillos, la tristeza, el bisturí. Así los hospitales y cementerios, el manicomio y la prisión. Así las muchedumbres, los grupos de manifestantes en Wall Street, prostitutas y monjes, la carne y el espíritu. Así las mariposas y luciérnagas que brillan en pupilas de moribundos a diario. Así los túneles donde Lumière y compañía esperan taciturnos. Así los árboles donde hemos enterrado mascotas y secretos de la infancia, así la soga, así la guillotina. Miramos hacia delante y morimos de miedo antes de cerrar los ojos y sentir la quijada del tiranousario rex.
Ese nihilismo cósmico viene a posteriori, nunca se impone como cátedra. Simplemente ocurre, nos besa el cuello y, mientras desanudamos nuestros zapatos, caemos rendidos a sus pies. El horror es un paroxismo sensorial donde muere el propio lenguaje, una lápida metafísica. Entre ataúdes no hay alarde. La economía del vacío pone en orden las cosas. Yesenia Cabrera organiza relatos oníricos a modo de clústeres, pesadillas arremolinadas que recuerdan las tumbas de Bloodborne. La sensación de asistir a una función circense que terminará de la peor manera es la oferta inicial. Cada acto inspira miedo; es posible que algunos incidentes de insomnio y sombras ambiguas se multipliquen, incluso que prendamos fuego a nuestro dormitorio. Lo que un forense diría es que nada tiene importancia en este limbo de paredes sin techo, excepto la lectura de Los pequeños macabros; en las tinieblas, el cuerpo no miente. Y si pudiéramos oírlo, y si lográramos responderle, ¿pero acaso existe algo más hermoso que el mutismo post mortem?
Reyes y bufones en el mismo circo que arde día y noche hasta que las cenizas manosean nuestros párpados. Uno se pregunta qué clase de Dios permite que sus criaturas sufran endemoniadamente. Uno se pregunta si esa deidad no es un monstruo, una serpiente que se muerde la cola. Uno se pregunta. Muere y se pregunta. La fauna cadavérica sigue su viaje al cataclismo. Y entonces la nada cobra sentido. Es en realidad lo único que no muere. Uno muere. La nada sigue ahí. Es una economía perfecta, profunda y misteriosa. Ecuación de una incógnita que siempre da cero. Eros y Tánatos. Satanás.
Los pequeños macabros
Yesenia Cabrera
Paraíso Perdido, 2020