La saga de los Roy ilustra el theatrum mundi en tiempo real.
Entre la risa absurda y el horror financiero, larga vida al rey.
Alguna sinopsis debería decirlo. Succession es Shakespeare. Logan Roy se sabe víctima de una conspiración orquestada por sus hijos, su propia sangre. Y tampoco quiere herederos imbéciles. Los parásitos intentan sabotearlo, hundir la daga mientras sonríen. Son abominables, pero él también: lo sabe perfectamente, pues los educó así. Carroñeros, oportunistas, traidores. Por si acaso, intenta proyectar una larga sombra sobre el conglomerado Waystar Royco hasta sus últimos días. Se afianza, blasfema, arroja cientos de Fuck off! a diestra y siniestra. Es un tirano en la caída final. Solitaria derrota. Y de ahí la tragedia, que se vuelve inmediatez y encapsula la vida de los multimillonarios que pierden el sentido de la realidad. Al menos Logan sabe de dónde vino, sus orígenes humildes lo mantienen sobre la tierra, pero va a morir, y esa tierra entrará por sus ojos, le cubrirá las fosas nasales. Tal vez por ello lo vemos enojado, irritable, voluble. Es demasiado humano. Sus defectos nos parecen sublimes. Nos enternecen primero, después nos horrorizan. El horror financiero como categoría dramática encuentra un tratamiento admirable en esta serie creada por Jesse Armstrong.
A nivel mediático, Succession sigue sorprendiendo. Los 10 capítulos de la cuarta temporada se han ido liberando domingo tras domingo, en una especie de liturgia obscena, entre yates, jets privados y acciones en la bolsa de valores neoyorkina. Sus vericuetos argumentales inspiran memes, bromas escatológicas, tweets perversos. Nadie duda que entre lobos siempre habrá sangre. Y mantener en forma a la jauría exige sacrificios. Pero qué ocurre cuando los hermanos empiezan a darse puñaladas. O si uno de ellos, subrepticiamente, mantiene comunicación estrecha con el padre. Es el riesgo, es la esencia, es el sine qua non de cada episodio. Los cuchillos voladores. Y la risa absurda, la paradoja del efecto cómico: nos reímos ante el espanto, lloramos frente al arlequín. Succession tiene resonancias de theatrum mundi, con simetrías filosóficas en medio de la masacre. Por eso se ha ganado el aplauso, las mejores calificaciones de los sitios que recomiendan contenidos bajo demanda. Es asquerosamente popular y elitista, si cabe el oxímoron. Las referencias a la política estadounidense y el jet set son estrafalarias, esperpénticas. No se toman en serio, ni siquiera cuando invocan la agenda woke.
Succession se ríe de todo y de todos. Practica un absurdismo democrático. Vale la pena disfrutarla mientras dure, recordarla como una de las mejores series de HBO. Lo que hacen Brian Cox, Kieran Culkin, Alan Ruck, Sarah Snook y Jeremy Strong por sus personajes eleva el drama a la categoría de teatro absurdista en tiempo real. Donde Shakespeare y Ionesco se dan la mano, beben champaña juntos y vomitan sobre sus outfits de moda silenciosa. Existe una cantidad enorme de aspectos a explorar sobre lo que hablan, visten, critican y reproducen los vástagos de Logan Roy. Tal enumeración llevaría demasiados e innecesarios párrafos. Lo que Kendall, Roman, Siobhan y Connor destripan es la esencia del poder, la ambición y la avaricia. Logramos empatizar con ellos, abrazarlos en sus derrotas, reírnos en sus narices y conmovernos ante las equivocaciones que les pasan factura. Nos emocionan por la fragilidad interna que su padre les heredó. Más cuando intentan hacerse fuertes, emputarse, fanfarronear. Amamos la imperfección de verlos hundirse inexorablemente, hasta el cuello, en los últimos capítulos de su tragicomedia. Como dignos sucesores del rey.