El 5 de marzo de 2014 fue un día oscuro. El poeta español Leopoldo María Panero falleció en el hospital psiquiátrico Rey Juan Carlos I de
las Palmas de Gran Canaria. La noticia fue confirmada por su editorial, Huerga
y Fierro. Un poeta transgresor, por decir lo menos. Morton Schatzman plantea en
El asesinato del alma, ensayo centrado en la figura de Daniel Paul
Schreber y su padre, que antes de su estudio los investigadores solían tratar a
los esquizofrénicos omitiendo el contexto social. «Sin embargo, si conocieran
en profundidad a las personas que componen las familias de dicha gente, podrían
encontrarlas no menos desconcertantes que la llamada criatura psicótica.»
El médico norteamericano explica que concurren modelos de sucesos que se
repiten reiteradamente durante la enfermedad; en el caso de Schreber,
vinculados a su infancia y a los métodos pedagógicos brutales a los que era
sometido junto con su hermano, Daniel Gustav, quien terminó suicidándose. Las
memorias de un enfermo de nervios no sólo son un testimonio de su
padecimiento, sino una representación simbólica para exorcizar la demencia de
su entorno. Locura suministrada en gran parte por su padre, el respetable Dr.
Daniel Gottlieb Moritz Schreber. Y lo mismo podemos decir de Leopoldo María
Panero, su entorno familiar, su locura y su obra poética. Se trata de
constelaciones insanas.
El retrato completo de la familia Panero, de padre poeta vinculado al
franquismo y madre escritora bajo su sombra, queda cristalizado amargamente en
un par de documentales: El desencanto (1976), de Jaime Chavarri, y Después
de tantos años (1994), de Ricardo Franco. Y, claro está, en la vasta obra
del escritor madrileño, que no escatima en imágenes obscenas. La poesía de
Panero es un hoyo por donde caen el hombre, el mundo y la literatura. Alrededor
miran desconcertados los huérfanos, las princesas y los dementes, los niños que
abandonan el hogar en triciclos, los intelectuales que se alimentan de palabras
podridas. El peor universo posible merece una sintaxis fragmentada, un ojo en
forma de huevo, un cuchillo.
Panero sigue las reglas de Lautréamont cuando afirmaba: «Mi poesía
consistirá, sólo, en atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje,
y al Creador, que no hubiera debido engendrar semejante basura.» La
escatología, el delirio y la degeneración sexual articulan secuencias de un
poderoso magnetismo, cercanas a las de Bataille y Artaud, y con un humor
descarnado que podría emparentarse al de Álex de la Iglesia. La vertiente
patológica del surrealismo —si existiera algo así— se define contraponiéndose
al estado totalitario, la figura del Padre, la represión sexual y a cualquier
sistema que atente contra el individuo. El artista moderno ejemplar es un
traficante de locura: Susan Sontag.
No obstante, sigue siendo habitual que aún hoy se practique una apología de
la escritura con guantes, de ritmo refinado y metáforas imbéciles.
Academicista, en el mejor de los casos. Basta con dirigir la mirada hacia los
colectivos de escritores, luchando por becas y premios que muchas veces no
aportan ningún producto intelectual admirable, para sentir vértigo. Aquí
tenemos otro tipo de constelaciones insanas, afincadas en el poder como un
tumor. Esto no representaría una molestia si los autores se limitaran a romper
sus escritos. Pero no lo hacen, y nos mantenemos en lucha perpetua por vigilar
el fuego de los dioses —ya casi invisible; una flamita azul, por cierto. Hoy,
sin embargo, a falta de insultos, bostezaré.
–Christian Núñez