Leer, escribirChristian Núñez
LeerUn libro es una máquina del tiempo. Es un túnel, una linterna y un asesino. Un libro teme morir en las manos equivocadas, en la encías de los académicos y en las butacas de las presentaciones oficiales. Un libro se resiste a las ceremonias, a los protocolos, a las magníficas y relucientes galerías de espejos. Si leer fuera un acto de presunción, todo mundo leería. Y en cambio muy pocos lo hacen. Y de esos pocos, existe una menor cantidad que conecta con el submundo del autor. Para eso sirven los libros. Son evasivas, fugas, vías alternas de pensamiento lateral. Nadie ha memorizado nunca la biblia, y sin embargo la bibia contiene cientos de ejemplos de pensamiento lateral. Una lluvia de fuego antes de que Lot huya de Sodoma. Una llamada de Dios antes de que Abraham le corte la garganta a su hijo. Un último deseo antes de que Sansón derribe el templo de los filisteos. Hay un antes y un después soberanos. Un antes y un después absolutos. Un antes y un después definitivos. De ahí se concluye que la lectura es capaz de cambiar el curso de las cosas. De romper los canales de razonamiento ortodoxo. Ni siquiera la biblia es ortodoxa. Ni siquiera el libro a partir del cual se inicia la era de la imprenta es políticamente correcto. Vemos allí múltiples casos de poesía, de manipulación de masas, muertos que resucitan y traiciones históricas. Vemos hijos vendidos a Putifar, sueños aciagos de Nabucodonosor, profecías dementes en la isla de Patmos, a un leproso en un monólogo existencialista y una larga lista de situaciones absurdas, en el mejor sentido de la palabra. Pero la poesía, madre de cada versículo, está ahí, sentada en el trono de la silla de Gutemberg. Y luego el Quijote, otro ejemplo de paroxismo e hipérbole, y Moby Dick, Raskolnikov, Pedro Páramo, José Arcadio Buendía, la cabeza de perro de Joseph K. y los túneles húmedos de Fernando Vidal Olmos. Hay en la literatura una mágica propensión a la esquizofrenia, al complot que deconstruye el sentido de la realidad, al aquelarre. Recientemente, se les reclamó a los herederos del coleccionista suizo Gérard Nordmann la devolución del manuscrito original de Los 120 días de Sodoma, de Sade. El cual, según los franceses, debería formar parte de la Biblioteca Nacional de Francia. Y pocos saben que Elias Canetti estipuló en su testamento que sus textos inéditos, custodiados en un búnker de la Biblioteca Central de Zúrich, se publicaran hasta el 2024. Y que Sartre & Simone de Beauvoir se burlaban de sus conquistas mutuas en las cartas íntimas que intercambiaron a través de los años. Toda una vida burlándose de sus amantes jóvenes. Y que los primeros ejemplares de Las memorias de un enfermo de nervios de Schreber pusieron tan nerviosos a sus familiares que corrieron a comprarlos para deshacerse de ellos. Uno cayó en manos de Jung, quien se lo prestó a Freud, e imaginen lo demás. Ejemplos abundan. Leer y escribir son actos peligrosos. Cuenta Ernesto Sabato en boca de Bruno, uno de los personajes de Sobre héroes y tumbas, que éste alguna vez pensó escribir la historia de un muchacho que se propone decir la verdad, siempre, cueste lo que cueste. Desde luego, siembra la destrucción, el horror y la muerte a su paso. Hasta terminar con su propia destrucción, con su propia muerte. Caso inverso al de Winston Smith, protagonista de 1984, quien asiste a la reescritura de la historia en el Ministerio de la Verdad mientras inicia la redacción de un diario íntimo precisamente en abril de ese año. Un libro es una declaración de principios, un acto político si se quiere. Una conjura. Son conocidas las anécdotas de El guardián entre el centeno, la novela que le costó la vida a John Lennon, y Los versos satánicos, por la cual Salman Rushdie casi pierde la cabeza. Cuando trabajaba en el Museo de la Ciudad de Mérida, al ver los problemas de interacción con los artistas y el personal administrativo, se me ocurrió la idea de colocar estratégicamente un título de autoayuda a la vista de todos: Cómo tratar con personas difíciles, de Roberta Cava. Las dificultades disminuyeron en un 80 por ciento.
EscribirSin embargo, los índices de lectura en México son bajísimos. Hace un par de años, Ogilvy lanzó una campaña publicitaria para librerías Gandhi que fue un éxito arrollador: Librerías Zaratustra. En ella, un neurótico Licenciado Martínez se propone la destrucción de su competencia volviendo a la seriedad de los libros, de la que Gandhi se ríe en sus carteleras. La mediatización de la lectura ha sido benéfica y negativa a partes iguales, ya que si bien logra un alto nivel de audiencia, frivoliza el consumo cultural. Charlotte Roche, la escritora/presentadora de televisión/cantante/actriz austriaca, saltó a la fama por la novela Zonas húmedas, un hábil panfleto de pornografía comercial. Y está el caso del periodista alemán Timur Vermes, que recién publicó en su país una novela sobre Hitler en la época de los reality shows y los dispositivos móviles inteligentes, titulada Él ha vuelto. Seix Barral la editará en español. El libro cuesta, además, 19.33 euros, cifra que alude al año que Hitler toma el poder. Mientras tanto, Gonçalo M. Tavares reflexiona sobre la niebla económico/político/social europea en obras como Aprender a rezar en la era de la técnica, donde se propone una investigación del mal y la violencia humana. La historia narra el ascenso de un cirujano, Lenz Buchmann, que hace carrera política y deviene dictador fascista. Una rápida disección nos permite ver dos tendencias: la de ciertos autores con hondas preocupaciones morales (Saramago, Lobo Antunes, Houellebecq) y la de un grupo de entusiastas y lúdicos analistas de la realidad que juegan a involucrarse en áreas que van más allá de su jurisdicción: la interdisciplina (Mario Bellatin es un caso paradigmático). En realidad, la literatura se va construyendo por movimientos oscilatorios y un par de años, décadas o siglos después empiezan a notarse los resultados de sus fluctuaciones. Una de las estrategias más socorridas es la de adaptar al cine los galopantes éxitos literarios de la temporada. Tendencia que quizá inició con los libros de Harry Potter, continuó gracias a la saga de Crepúsculo y alcanzará cimas insultantes con la adaptación de Cincuenta sombras de Grey. ¿Cuáles son los criterios para distinguir un (sub)producto de entretenimiento y una obra literaria en forma? Un poco de olfato y perspicacia son de gran ayuda. Es como reconocer el amor verdadero de los matrimonios por conveniencia, las rosas y los condones. Me llama la atención el hecho de que en las agencias de publicidad los redactores no leen lo suficiente, pero sí discuten sobre el uso de comas, puntos y paréntesis cuando escriben sus bullets. ¿A qué viene esto? Bueno, simple: a veces ni siquiera los profesionales son los más indicados para decirnos qué leer, cómo escribir, ni mucho menos para dictaminar valores de apreciación estética. Basta recordar que cientos de escritores hoy en día reconocidos por sus aportaciones a las letras, ¡ni siquiera estudiaron letras! Eso es un golpe bajo y certero al orgullo de los estudiantes que se creen literatos por el solo hecho de cursar una licenciatura cool (que a fin de cuentas sus padres les pagan). Cuántos de esos he visto a los que les parece más importante conseguir marihuana para el próximo congreso nacional de ensayo que ensayar una forma de vida mínimamente sincera. El circuito de las letras es un pozo al que uno puede tirarle tres centavos y pedirle veinte deseos, da lo mismo. Quizá algunos en su desesperación se ahoguen, otros alcancen la fama póstuma y unos más decidan entregarse a labores más sencillas, como administrar restaurantes o volverse dealers. Si tienen talento narrativo, tarde o temprano saldrá a la luz. Como le pasó a Pedro Juan Gutiérrez, que incluso vendió helados en Cuba antes de que Anagrama descubriera su Trilogía sucia de La Habana. O al buen Reinaldo Arenas, quien sólo publicó Celestino antes del alba en su rojinegro país, huyó a Nueva York, enfermó de SIDA, se suicidó y se hizo muy famoso. Escribir es una máquina del tiempo. Comprobado.
Publicado originalmente en Origama [15.03.2013]