«Nada más
riguroso que un juego: los niños respetan las leyes del barrilete o las
esquinitas con un ahínco que no ponen en las de la gramática», escribe Julio
Cortázar en Último Round. Todos
sabemos que el juego crea códigos, exige límites. Sin una estructura y un campo
de acción, las reglas no funcionan.
Chuke Machuke es un ejercicio lúdico de improvisación sensorial. Adrián Bastarrachea (Mérida, Yucatán, 1990) ha producido un catálogo de formas caprichosas, turbias e incluso grotescas. Goya, Bacon, Picasso: cada uno dejó su impronta en el hemisferio derecho del artista. Y en el ímpetu de sus manos.
Eso hay aquí.
Lucha de opuestos. La dialéctica entre lo apolíneo y lo dionisíaco que a
Nietzsche le provocaría una risa de ultratumba. Las bodas del cielo y el
infierno donde William Blake querría emborracharse. Los paisajes caóticos y
paradójicamente controlados siguen siendo una opción revitalizadora.
De un tiempo a
la fecha, el storytelling estético se
ha sobreexplotado. Bastarrachea elude cualquier elemento narrativo en su
trabajo. Lo suyo es crear experiencias, no historias. El acento de su obra gráfica
radica en la destreza de un oficio, de una tradición que parece haber asimilado
a través de la técnica.
Construir un
papagayo no es tan fácil. Elevarlo implica cierto grado de dificultad. Pero
mantener a los niños en movimiento permanente, intentando asirlo antes de que
naufrague, una y otra vez, encierra un misterio aún mayor. Esa es la única
metáfora que, por el momento, Adrián me propone mientras bebe pausadamente una
cerveza.
El juego es
sagrado.