El caos revela nuestros propios instintos.
La presencia de
la carne en la obra de Adrián Bastarrachea despliega una exhibición de atrocidades que remiten lo mismo a Francis Bacon
que a Francisco de Goya. Sin olvidar, claro, los homenajes a David Cronenberg. El
imaginario de entidades amorfas, retratos fragmentados y claroscuros mentales libera
experiencias que funden la materia y el intelecto: las dos fuerzas con las
cuales lucha todo creador.
También podría
decirse que simplemente se trata de una división del yo proyectada a través de
múltiples técnicas. De un incipiente diagnóstico de esquizofrenia visual.
Incluso, si vamos más lejos, cabría la posibilidad de reconocer una crisis de
identidad en el autor, un choque entre sus instintos y la realidad inmediata,
un divorcio. Las posibilidades quedan abiertas. ¿Pero acaso importa quién es
quién en la pista de baile?
En este
pasodoble tenso, los recursos de la gráfica tradicional se hermanan con las herramientas
digitales. El sueño, el deseo y la seducción abren paso al instinto.
Bastarrachea pertenece a una generación de artistas atrincherados entre la
fugacidad voluminosa del presente y los procesos mecánicos de producción
visual. Y aunque la balanza pareciera inclinarse hacia lo primero, en su caso la
tradición se impone.
El portafolio
del artista incluye grabado en metal (aguafuertes + aguatintas), litografía y gráfica
digital. Obra rigurosa en términos formales, arriesgada en sus búsquedas
estéticas y, quizá por ello, radicalmente solitaria. Sorprende la madurez del
lenguaje y la intensidad con la que un artista de veinticuatro años conjura sus
demonios. O quizá podría decirse que aquí no hay un solo demonio y se trata evidentemente
de un caso aislado.
La extrañeza y
el aturdimiento confrontan al espectador, provocan estímulos corporales sombríos.
En las piezas mejor logradas, hay un caos armonioso que se prolonga impúdicamente
ante nuestra mirada. Un guiño de catástrofe vencida con orgullo. Ciertos leones
gozan de mayor libertad en cárceles autoimpuestas. Cuando por fin nos miran a
los ojos, entendemos que hemos caído en la trampa. Observarlos es vislumbrar
nuestro propio interior.
Publicado originalmente en FAHRENHEITº Magazine [18.11.2015]