31.8.18

variaciones del encierro

El refugio, de David Poireth,
fragmenta una situación límite
a partir del lenguaje.


1. Tras un puñado de autores emerge cierta escritura imposible. El caso de Beckett, estimulante en su dominio milimétrico del vacío, se ha convertido en un modelo de contención. Una serie de coordenadas a ninguna parte. De movimientos firmes y vibrátiles hacia el mutismo. Tan pronto como descubrimos que el nihilismo engendra discursos, nuestras palabras admiten infinitas variaciones. Nunca es posible desaparecerlas en su totalidad. Sobre la idea de ruina, producida desde el lenguaje, David Poireth modula un texto de resonancias beckettianas. «La búsqueda que me interesaba era seguir el camino o intentar seguir el camino manteniendo las distancias que trazó Beckett», mencionaba durante la presentación de su primera novela, El refugio [08.03.2018].

2. El argumento cobra forma a partir de una situación-límite familiar en el imaginario de los minusválidos metafísicos: un hombre narra sus últimos días en un sótano, mientras aguarda con su mujer tetrapléjica un inminente ataque bélico. No sé sabe porqué, o cómo, o cuándo. Eventualmente asoman unos cuantos personajes más, se añaden texturas, recuerdos. Se respira una intencionada oblicuidad espaciotemporal, y a menudo las escenas tienden a conformar variaciones de estilo, fotografías crudas o soliloquios expresionistas. Cabalgamos entre disonancias por un subsuelo de olores corporales y fluidos escatológicos. Poireth recrea un escenario hediondo que, por momentos, desafía el propio sentido de la escritura. Son los gusanos metatextuales de su prosa.

3. El refugio reúne voces distintas y distantes. Porque no solo identificamos en sus escasas cien páginas a Beckett, sino también a Di Benedetto, Rulfo, Saer e incluso los bestiarios de Bacon y Goya. Sus fragmentos fungen como escenas feroces que, por la violencia y visceralidad, aturden. Pero ojo: el recurso se repite demasiado, y cansa. En ciertos pasajes, la narración deriva hacia una especie de costumbrismo involuntario que, lejos de fascinar, termina por transmitir un tedio sin matices. Aunque el autor, precisamente, apela a la resistencia lectora, habría que preguntarse si el compromiso de ir hasta el final no envuelve un suplicio. Pasa algo semejante con el gore: abusa de la sangre en detrimento de un guión sólido. Morimos en vano.

4. La parábola es antigua. El mismo Libro de Job, monólogo que Beckett revisita obsesivamente, es una denuncia contra el absurdo de la existencia y ametralla con imágenes retorcidas el teatro del mundo. La ceremonia nihilista, el adagio que nos arrastra del vientre a la sepultura, ya se dibuja en sus versículos. Y lo mismo en Hamlet, A puerta cerrada o Pedro Páramo. Obviando algunas bifurcaciones filosóficas, Poireth describe un pasillo de espejos mutilados. Donde hubo algo nada queda, y en esa fosa subyace otra herida. Una nueva forma de nombrar el asco, las horas muertas, los fantasmas. La escritura, ese refugio al que alude el título, es más bien un yo reducido a escombros. Una lenta y persistente sensación de nulidad. Vivir es de necios.


El refugio
David Poireth
Textofilia – Universidad Autónoma Metropolitana, 2018