Allí estaban
los dos, padre y madre, esperando que les avisaran si mi estado de salud
mejoraría en las próximas horas, en ese hospital público al que tantas veces
había ido desde que me diagnosticaron leucemia linfoblástica aguda, y al que el
resto de la familia solía llevarme regalos
póstumos, que yo ingenuamente disfrutaba y eran la piedra angular de mi
entretenimiento, rodeado de enfermos terminales de cáncer en el pabellón
infantil, donde empecé a dibujar, años más tarde reflexionaría al respecto, ni
siquiera a leer, puesto que mis parientes no eran más que pésimos lectores, y en un descuido parecían capaces de lanzarme al
barranco si no oponía resistencia. Mi madre lloraba porque su primogénito
estaba a punto de morir demasiado joven en esa cama de hospital público, y mi
padre continuaría su vocación de mujeriego, ninguno de los dos, sobra decirlo,
tenía idea de los efectos secundarios de las quimioterapias y las
radioterapias, y ninguno de los dos, cabe aclarar, había recibido instrucción
psicológica para lidiar con un moribundo cuyo único interés consistía en
dibujar una esfera perfecta en uno de los cuadernos que le habían obsequiado,
una mónada maciza y redonda. Porqué se habían divorciado padre y madre, jamás
el niño lo supo a ciencia cierta, la leucemia creció dentro de mí salvajemente,
destruyó mis campos interiores, mis vísceras, avanzó en mi organismo con la
suficiente fuerza para echar abajo cualquier sistema de creencias posterior, de
fe posterior, y ese sufrimiento abstracto de no comprender los efectos de las
sustancias, de no comprender las consecuencias de los actos adultos, de no
comprender la esencia de los regalos póstumos que iban y venían y se acumulaban
en el catre de sábanas purísimas del hospital, me condujeron a la única opción
de supervivencia, al único medio gracias al cual no enloquecí, una esfera de grafito para que el mundo siguiera
girando, y los glóbulos blancos trabajaran en paz, y mi médula ósea fuese otra
vez un templo de salvación. Rezaban por mí, acudían a mí los pastores de los
tabernáculos caídos, una de las enfermeras del hospital prometió, dentro del
quirófano, llevarme a Disneylandia, y nunca nos encontramos de nuevo, ese tipo
de engaños, de estrategias perspicaces eran el modus operandi de los adultos en el hospital y, visto en
perspectiva, de la especie humana, y por oposición la esfera de grafito, que
poco a poco iba adquiriendo una connotación metafísica, fungía como exorcismo.
Nunca sino en esas breves temporadas de internamiento comprendí que sólo a
través de la esfera lograría expulsar mis demonios, en esos momentos de
cansancio físico y moral, recién cumplidos los seis años, comprendí que la
esfera era un comentario crítico sobre mi propia muerte, sobre la muerte de mis
propios días de infancia, que iban cayendo uno a uno al barranco. Padre y madre
se culpaban por haber destruido mi sistema inmunológico, mi pequeño jardín de
sangre y linfa, mis acueductos vitales, pensaba, y esos pensamientos, que en
adelante orientaron mi materia de escritura, rondaban el pabellón del hospital
público en el que convalecía en 1986, actuaban como espejos dobles del fracaso
de padre y madre como esposos, del niño como excrecencia del cáncer y de la
vida como accidente confuso. No hay
registro, de nada existe pues un registro más fiel que la memoria, y más
traicionero, y más caprichoso, y más testarudo, y más vengativo, pensaba, con
la tierra casi a punto de tapar mis fosas nasales, y la mirada del diablo al
otro lado del cristal. Allí estaban los dos, inmóviles, padre y madre, viendo el
fruto de su amor sostenido por hilos invisibles, y el diablo atrás, con su
sonrisa de dientes simétricos. Creo en el diablo, pensaba, en los demonios y
sus instrumentos de tortura, en las vilezas y el dolor inexplicable, en las
hebras de pelo que voy a perder, en los amigos que voy a perder, en las burlas
de mis compañeros y el acoso de los profesores, en la inutilidad de los
esfuerzos humanos, en las desgracias que consumen irremediablemente nuestros
propósitos, y creo en la esfera, les dije, ése es mi testamento. Matamos lo que
más queremos y lo que más queremos intenta escaparse a la muerte que tendrá
entre nuestras manos, y no encuentra forma de huir. Matamos además los
recuerdos de quienes nos abandonan a nuestra suerte, por más que intentemos
aferrarnos a ellos, por más que ellos hayan sido en un momento dado una
motivación para la supervivencia. Destruimos y recordamos que la destrucción es
buena siempre que nos permita dejar atrás el impacto de situaciones
complicadas, traumáticas, y recurrimos al arte creyendo que atenuaremos
nuestros más profundos miedos, frustraciones y carencias afectivas. Y lo que
termina ocurriendo es que de ninguna manera logramos sentir otra cosa que no
sea nuestro propio dolor, proyectamos lo que previamente habíamos destruido,
elegimos precisamente las representaciones del dolor ajeno como un reflejo del
propio, para vernos a nosotros mismos, y continuar la carnicería. Doce años de
tratamiento en la clínica se convirtieron, gracias a los efectos secundarios de
los fármacos, en intentos de suicidio, depresiones e impasses agnósticos, se
transformaron en añoranza y depresión, pornografía y depresión, promiscuidad y
depresión, fuera de la esfera no había posibilidad alguna de pertenecer a algo,
ni la habría, posteriormente, los puntos finales habían sido puestos en mi
espina dorsal, atiborrarlos de palabras era inútil, mi verdadero talento eran
un lápiz y una cama sobre el abismo, en suspensión imposible, y quedarme a observar, encerrado, la lluvia a
su debido tiempo, frente a los vidrios y las cornisas ad infinitum.