Cierra los ojos y vuela.
Los registros musicales de Sigur Rós transitan de la calma intrauterina y celeste al caos y la disonancia emocional. La banda islandesa—cuyo nombre significa Rosa de la victoria—inició su carrera en 1997 con Von, un álbum de vocación ambiental que desafiaba las convenciones genéricas. Percibir esa particular mixtura de loops minimalistas, voces agudas como murmullos y guitarras folk era insólito. El post rock emitía sus primeros rumores. La experimentación continúa en su segunda entrega, el deslumbrante Ágaetys Byrjun (1999). Literalmente, el título significa Un buen comienzo, es más elaborado en su producción y emite fulgores de galaxias lejanas. Piezas como Svefn-g-englar, Starálfur, Ny battery u Olsen Olsen elevan el espíritu a varios kilómetros de altura.Por aquel tiempo, la expresividad reclamaba un idioma nuevo, y Jónsi, líder/vocalista de la agrupación, decidió crearlo. El hopelandic cumple una función lírica especial: amplía el campo de interpretación del cantante y le brinda mayor independencia creativa. Lo que vendrá después tiene ya las características de un enorme iceberg conceptual. Lanzado en 2002, ( ) explora emociones profundas en un lenguaje que ha roto sus propios límites—parafraseando a Wittgenstein. Sigur Rós nos lleva de un paisaje interior al siguiente con virtuosismo y sentimiento. Si bien destacan temas como Vaka, Samskeyti o la apoteósica Popplagio, el disco funciona como un bloque indivisible del cual resulta difícil recuperarse, pues exige un alto grado de inmersión emocional. No hay que descartar las lágrimas.
A su modo, otras bandas de post rock también se alejan de los cánones para lanzarse al vacío. Los islandeses continúan su ascenso. En 2005, Takk los trae de vuelta con un sonido más optimista y luminoso. Persisten los crescendos y las epifanías en lenguas desconocidas. Ecos a una infancia épica, con montañas y valles surrealistas, ilustran una fábula efervescente. Glósoli, Hoppípolla, Milanó y Gong conmueven por su transparencia melódica. Tres años más tarde, Með suð í eyrum við spilum endalaust (2008) describe a la perfección el desenfado juvenil del clan. Aquí sorprende sobre todo la frescura de canciones como Inní mér syngur vitleysingur o Góðan daginn y la madurez intimista de Festival, Með suð í eyrum y Ára bátur, grabada en una sola sesión en los estudios Abbey Road. Alucinante.
Los trabajos en colaboración y el material adicional ofrecen buenos momentos. Hlemmur, Heima, Rímur y Angels Of The Universe demuestran la evolución del conjunto. Valtari (2012) supone una transición pacífica rumbo al sonido más agresivo de Kveikur (2013). La banda, ya sin Kjartan Sveinsson en los teclados, emprende un viaje a sus orígenes con Jónsi a la cabeza, seguido de Georg Hólm (bajo) y Orri Páll Dyrason (percusiones). El trío se las arregla para electrificar el ambiente y cargarlo de resonancias volcánicas. Brennisteinn, Hrafntinna, Stormur y Rafstraumur alternan las lenguas de fuego con trompetas abrumadoras y ríos de lava púrpura. “Yo crecí escuchando Iron Maiden, Metallica y cosas así. Y todavía lo hago, sobre todo cuando me emborracho”, concluye Jónsi. Le creemos.