Que la lectura de esta reseña se haga
de un solo impulso.
Thomas Bernhard posee una garganta
neurótica, nunca deja de hablar, una boca ciega para comerse a los insectos, y
no soporta su país, no soporta los premios literarios, no soporta el ambiente
artístico vienés, el teatro vienés, la burguesía vienesa, los hospitales vieneses,
el campo vienés, nada que lleve a Viena como marca de origen. Lucha contra el
mundo en los últimos momentos, convulsionando, habla en forma convulsiva,
destruye la sociedad sistemática y convulsivamente, descree convulsivamente de
todo aquello que sirve a los demás como justificación para vivir, como excusa o
subterfugio. Ir hasta el final, permanecer en actitud intransigente hasta el
final, contra el mundo hasta el final, desde el principio atacar la ridiculez
de los hombres, la sarna de la cual nadie se libra, es la principal
característica de Bernhard. De furor en furor hasta el final. Bernhard y su
consigna.
El sobrino de Wittgenstein
abre con un fulminante poema: Doscientos amigos / asistirán a mi entierro /
y tú tendrás que pronunciar un discurso / ante mi tumba. Y entonces
Bernhard no cesa de hablar, no divide los párrafos, articula o vomita, según
sea el gusto del lector, una historia basada en su amistad con Paul, el sobrino
del filósofo Ludwig Wittgenstein. Y del filósofo se mencionan solo aspectos
colaterales, de la familia W. sólo se consideran los vicios y defectos, y
Bernhard centra su atención en Paul Wittgenstein, y en Irina, la amiga de
ambos, a quien siempre se refiere como el ser de mi vida. Bernhard se
repite a sí mismo las palabras de sus monólogos igual que un onanista se
masturba, y mientras el masturbador repite los movimientos hasta cansarse, en
los monólogos de Bernhard van sumándose hasta el agotamiento la vejez, la
enfermedad, la locura, el abandono, la muerte y el dolor. Bernhard, en sus
monólogos, gira sobre su propio eje mientras la vida continúa su curso infame
hacia ningún lado y por lo tanto, al hablar, Bernhard destila odio y
honestidad, asco y pureza, rabia, sentimentalismo, desvergüenza y un horror
espontáneo por lo superficial. Brinda confianza, entonces. La segunda virtud de
Thomas Bernhard es que brinda confianza. Sus invectivas van de la mano de la
confianza que inspira, porque salen del corazón fluidamente y explotan
fluidamente. Su tercera virtud es la no complacencia, la no aceptación del status
quo generalizado, el no consentimiento de la degradación humana, los deseos
humanos, las aspiraciones, los cuerpos, las ideas, el amor a la literatura.
Aquello que Bernhard critica y demuele se salva de la crítica y la demolición
gracias a la crítica, a la demolición. Si no está claro, renuncio.
Por donde se lo analice, el resultado
de una lectura de Thomas Bernhard es la admiración, y la palabra FIN en
Bernhard nos lleva a seguir pensando en él y en su solipsismo incandescente—él
y él—, la palabra FIN tiene como consecuencia en los monólogos de Bernhard
consecuencias a largo plazo, como las de los locos, y la locura de la gente
tiene efectos en los monólogos de Bernhard, la demencia de su amigo Paul, la
demencia de las relaciones humanas. En mil novecientos sesenta y siete, en la
Wilhelminenberg, a Bernhard lo hospitalizaron por su tuberculosis congénita, y
a Paul por su demencia congénita. La palabra FIN de su monólogo recalca que el
inicio de la historia es la locura, el final es la locura; el principio la vida
y el final la demencia, el principio la palabra, después el FIN.
«Lo
mismo que Paul, una y otra vez, alcanzaba un grado máximo de rebeldía contra sí
mismo y contra su entorno y tenía que ser internado en el manicomio, yo mismo
alcanzaba una y otra vez un grado máximo de rebeldía contra mí mismo y contra
mi entorno y era internado en un establecimiento de pulmón. Lo mismo que Paul,
una y otra vez y con intervalos cada vez más cortos, como cabe imaginar, no se
soportaba ya a sí mismo ni soportaba al mundo, yo también, con intervalos cada
vez más cortos, no me soportaba a mí mismo ni soportaba al mundo y, lo mismo
que Paul en el manicomio, volvía a mí en el establecimiento de pulmón,
como puede decirse. Lo mismo que, en fin de cuentas, los alienistas destruyeron
una y otra vez a Paul y, sin embargo, lo levantaron otra vez sus propias
energías, los médicos de pulmón me destruyeron una y otra vez y me levantaron
mis propias energías otra vez; lo mismo que, en fin de cuentas, las casas de
locos lo marcaron, como tengo que decir, los hospitales de tuberculosos me
marcaron, según pienso; lo mismo que a él, durante largos periodos de su vida,
lo educaron los locos, me educaron a mí los enfermos de pulmón, y lo mismo que
él, en definitiva, se formó en la comunidad de los locos, yo me formé en la
comunidad de los enfermos de pulmón, y la formación entre los locos no es muy
distinta de la formación entre los enfermos de pulmón. (…) La diferencia entre
Paul y yo es al fin y al cabo sólo que Paul se dejó dominar totalmente
por su locura, mientras que yo no me he dejado dominar nunca totalmente por mi
locura, igualmente grande, él, por decirlo así, fue absorbido por su locura,
mientras que yo durante toda mi vida he explotado, he dominado mi locura;
mientras que Paul nunca dominó su locura, yo he dominado siempre la mía y quizá
por esa razón mi propia locura ha sido incluso una locura más loca que la de
Paul. Paul sólo tenía su locura y existía a partir de esa locura, yo tenía,
además de mi locura, la tuberculosis y exploté las dos, la locura tanto como la
tuberculosis: hice de ellas un día, en un abrir y cerrar de ojos, mi fuente
existencial para toda la vida.»
Thomas Bernhard es adictivo.