Hanna
se quitó primero la parte de arriba de la ropa y, tras haberse quitado el
brasier, sus mamas se desplomaron de inmediato, flácidas, casi hasta el
principio del vientre. Theodor estaba a unos dos metros de distancia y
contemplaba su rostro con una sonrisa, al tiempo que, lentamente, se iba
desnudando también, empezando por desabrocharse los botones de la camisa.
Sin embargo, una sensación desagradable
empezaba a ganar fuerza en Theodor Busbeck. Bajo aquella luz clara, lograba al
fin ver con nitidez a la mujer: el rostro que le había parecido perfecto y
joven, visto con más atención y con la luz desenmascarando el maquillaje, era
en realidad un rostro simple, sin defecto alguno pero con arrugas, algunas de
ellas evidentes. Los senos, ahora sueltos, colgaban groseramente sobre la barriga,
y los pezones eran casi inexistentes. Aquella mujer era mayor. Pocas horas
atrás, Theodor le había echado veinte años, y ahora se le hacía evidente que
quizá tuviera cincuenta. Y de pronto la mujer se quitó la falda y se bajó los
calzones.
Theodor, que no dejaba de mirarla,
sintió un escalofrío y dio un ligero paso atrás, casi imperceptible. Con el
vello púbico totalmente afeitado, aquella mujer exhibía los genitales arrugados
en lo alto de unas piernas blandas, flácidas, cuya carne casi parecía escurrirse,
como si no fuese sólida. Y justo al lado de aquellos genitales obscenos,
explícitos, rojos, viejos, una mancha. Una enorme mancha negra, más grande que
la mano de Theodor, una mancha negra en la cara interior del muslo. Hanna
sintió que su cliente miraba “aquello” y sintió la necesidad de decir:
—Una quemadura.
Pero Theodor Busbeck ya ni siquiera la
escuchaba. Estaba aterrado.